Dos textos para Eduardo Mitre

El poeta, Gabriel Chávez Casazola, ensaya una lectura de A cántaros, el libro más reciente del poeta boliviano Eduardo Mitre, originalmente publicada en la revista española Paraíso.

Eduardo Mitre

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Dos textos para Eduardo Mitre

Dos textos para Eduardo Mitre

Gabriel Chávez Casazola

Gabriel Chávez Casazola

Mónica Velásquez Guzmán

Mónica Velásquez Guzmán


    Redacción Puño y Letra
    Puño y Letra / 27/08/2023 23:26

    Mitre atraviesa la nieve

    El poeta, Gabriel Chávez Casazola, ensaya una lectura de A cántaros, el libro más reciente del poeta boliviano Eduardo Mitre, originalmente publicada en la revista española Paraíso.

    Gabriel Chávez Casazola

    Eduardo Mitre (Oruro, Bolivia, 1943) es uno de los poetas latinoamericanos más relevantes de su generación y uno de los primeros autores bolivianos en haber alcanzado reconocimiento internacional, no solo por su calidad sino por su cualidad de permanente forastero; ya que desde la juventud residió fuera de su patria como estudiante y luego como docente universitario, hasta recalar por muchos años en Nueva York, que es otra manera de estar en todas partes y en ninguna.  

    De hecho, como afirma el colombiano Santiago Espinosa, “la poesía ha sido para Mitre el arte de leer en la distancia. La forma en la que escriben los forasteros” y, hasta podría decirse, los exiliados, los emigrantes, los viajeros, ya que en su escritura poética y ensayística se recogen todos los matices de esas extranjerías y esos extrañamientos.

    Hace ya muchos años que Pre-Textos es su casa editorial, donde apareció su Obra poética (1965-1998), que reúne, entre otros, algunos libros fundamentales de la poesía boliviana de la segunda mitad del siglo XX, como Ferviente humo (1976), Mirabilia (1979) y La luz del regreso (1990). En el sello valenciano se publicaron también todos sus poemarios escritos ya en este otro siglo: El paraguas de Manhattan (2005), Vitrales de la memoria (2008), Al paso del instante (2009) y el hermosísimo La última adolescencia (2016), acaso su libro más íntimo.

    A su vez, el reciente A cántaros (2021) puede que sea –por los años del autor y su lúcida comprensión del decaer– el más nostálgico; si cabe tal valoración de grado para referirse a una poética que, desde su origen, está fundada en la memoria como catalizadora de la identidad, sea del poeta en tanto individuo, sea en relación con otros seres que lo habitaron o a quienes habitó, y con las comunidades humanas de las que forma o se ha sentido parte.  

    Así, en este libro, el extrañar y el extrañarse se encarnan en poemas titulados con –o atravesados por– el nombre y apellido de amigos muertos, que los lectores bolivianos conocemos pero que, para otros, de principio dirán poco o nada, pues como el propio Mitre anotó hace mucho tiempo, el olvido es como el mar: no devuelve sino nombres.   

    Y sin embargo, detrás de esos nombres (o de las sombras de anónimos estudiantes de risa unánime, que el autor tuvo y evoca), sin importar si sus portadores existieron o si los conocimos, pronto la poesía nos revela el alma de las despedidas, su médula aún vibrante; como vibrante es aún la vida del aeda que asoma a su ventana en Brooklyn y aparta con ímpetu / la sábana diaria de la resurrección.

    Una ardilla, una pelota, una avenida, las aguas de un río… cruzan luego –luminosas– las páginas, a la manera del Mitre inicial, capaz desde temprano de capturar la esencia de seres, cosas y elementos en palabras sencillas como el pan y los higos, los columpios y las alcachofas: revelaciones, advenimientos, cotidianas epifanías que ahora son también poemas borrados por descuido en la pantalla o teléfonos perdidos en la memoria pero conservados en el tacto. 

    En suma (y en resta), leer A cántaros –que toma su nombre del extenso poema final– es atravesar ese instante en que uno mira nevar / y, de pronto, cae en la cuenta / de que ya todo lo que hace / no es mucho antes de morir. 

    Por fortuna, el poeta ha marcado su rastro en esa nieve y dejado caer una hoja desde un árbol: hoja de ruta que su escritura ha seguido fielmente y que Mitre nos propone, casi sin quererlo, como itinerario de vida y ética de muerte (o viceversa): Desandar la senda del tiempo / hasta que el niño que fui / vuelva su mirada hacia mí / y me reconozca de viejo.

     

    Un homenaje a Eduardo Mitre

    Publicamos el texto de la crítica Mónica Velásquez, leído el domingo 13 de agosto, en el marco de un homenaje de la Carrera de Literatura al poeta, en la Feria Internacional del Libro de La Paz.

    Mónica Velásquez Guzmán

    Cuando llegué a la fiesta poética, ya la coreografía Mitre estaba montada y provocaba no pocos desafíos para quienes mirábamos su altura. Caracterizada por la centralidad de la forma y los espacios (en sus primeros libros), por un trabajo permanente sobre la interlocución (su palabra siempre va hacia alguien, con alguien) y por un deseo que a veces se teñía de nostalgia y a veces de puentes milagrosos… todo ello exigía más de una habilidad bailadora entre los lenguajes.

    Un homenaje es un pretexto para agradecer, reconocer y abrazar a alguien que ha ido abriendo camino, cuyas huellas seguimos, librados quizás de la espesura y la resistencia. En el caso de Eduardo Mitre, que este coincida con su cumpleaños ochenta es un guiño a una de sus obsesiones, el tiempo.

    Poeta de una peculiar añoranza (no por lo que fue, sino por lo que el pasado sigue haciendo en el presente) y una también singular celebración de lo vivo, con frecuencia pone a convivir en sus poemas dos instantes entrelazados sea por la memoria o por la imaginación. A veces, porque un tío muerto o una amante ausente o un ángel invisible le devuelve la pelota que él ha lanzado desde un móvil “hoy”. A veces, porque su verbo convoca y alguien desde un estante de libros o un partido de fútbol en Oruro o un viento del norte acude y se adelanta a la época en que nacerá o regresa desde el instante de su muerte para hablar con el convocante.

    Suele pasar que en ese gesto lo acompañen objetos (una mesa, unas tijeras), pero también sitios específicos como cuartos o patios o casas familiares. A veces, dos, que se yuxtaponen: Cochabamba y Manhattan a la vez, por ejemplo. Las voces de su obra poética hablan con ellos como sus cómplices y sus testigos.

    Es de resaltar, pues, su capacidad de extender o derramar lo vivo entre los humanos y lo no humano como configuradores de las vivencias. Su escritura nunca oficia desde la soledad, sino en permanente diálogo con sus mayores y menores, con sus muertos y sus fantasmas, con sus amadas (incluyendo personajes literarios qué él saca a pasear lejos de sus libros originales). Quizás por eso, su poesía siempre acompaña y siempre sucede entre otros/as.

    Como lector es un orfebre de amoroso detalle. Capaz de oír caminos singulares, afines o no a sus búsquedas. Su oído atento se detiene en imágenes, gestos o ritmos. Su generosidad es notable, pues suele escribir cerca de los afectos-efectos mucho más que desde el dictamen o juicio de autoridad. Si al escribir sobre otros pone en evidencia filiaciones posibles, al leer de cara a sus lectores nos deja ver sus procedimientos, sus estrategias y, sobretodo, sus pasiones lectoras. Eduardo Mitre es un hito poético y es un hito lector. Desde allí seguirá hablando con Cerruto, con Wiethüchter, con Urzagasti y, a la par, con Luis Antezana y Javier Sanjinés, ensayistas.

    Entre las complicidades que recuerdo está una charla con él cuando revisando poesía me hizo notar, agudo y tierno, que una cosa es la brevedad y otra la flojera verbal. Lo recuerdo cuando me siento humildemente a laburar, sin creerme los hallazgos. Otra vez se le ocurrió desafiarme a jugar a Baudelaire: yo paso por la calle y tú me escribes como a un paseante. Ni loca, no cumplí con el encargo ni lo haré, claro. Sin embargo, en algunos momentos cerca de las ventanas lo veo pasar. Ahora mismo, rampas arriba y abajo, despistado entre el bloque rojo o el amarillo de esta feria del libro, lo veo caminar pausado y coqueto.

    ¿Habrá escuchado estos ecos, allá traducidos, al inglés al quechua o al silencio? Ay, si lo ven o le escriben, por favor, no olviden llevarle novedades, alguna carta bajo la manga que le cante "reloj no marques las horas", porque volver a los ochenta “no es nada" y su voz siempre podrá "volver, volver, volver". Aquí estaremos, en alguna esquinita del tiempo viendo por dónde aparece. Ahora estamos, diciéndole gracias y por todo y por tanto.

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