La mirada detenida de un Llokalla en los 90s: Crónicas del llokalla jailón

Una nueva colaboración de la Carrera de Literatura de la UMSA. Esta vez, Cristina Garrón Barrero nos devuelve otra mirada de la obra emblemática de Oscar Martínez

La mirada detenida  de un Llokalla  en los 90s: Crónicas  del llokalla jailón

La mirada detenida de un Llokalla en los 90s: Crónicas del llokalla jailón

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La mirada detenida  de un Llokalla  en los 90s: Crónicas  del llokalla jailón

La mirada detenida de un Llokalla en los 90s: Crónicas del llokalla jailón


    Cristina Garrón Barrero
    Puño y Letra / 02/10/2023 03:08

    La editorial Sobras Selectas presentó hace algunas semanas la segunda edición del volumen Crónicas del llokalla jailón de Oscar Martínez. En este libro, el autor nos permite acercarnos a una ciudad de La Paz mediada por los años 90, donde el uso del lenguaje se percibe trastocado desde lo trans, desde el margen y por su puesto desde lo kitsch. Un lenguaje que busca “blanquearse”, puesto que la voz del llokalla tal vez aún no había encontrado un lugar hasta antes de los movimientos sociales del 2003. Según el diccionario de americanismos el llocalla o “llokalla” es la persona que no tiene buenos modales, generalmente de baja extracción social. A esto podemos sumar que pertenece a un determinado territorio, tiene una voz y algo que contar.

    El territorio por excelencia que elige el llokalla es la ciudad de La Paz, la cual se caracteriza por ser un territorio inclusivo, constantemente en lucha por el pluralismo, la equidad, el respeto a la diversidad, la interculturalidad y una democracia participativa. Por ello no es extraño el especial énfasis que Martínez tiene sobre el movimiento cultural de este territorio, donde las personas giran como satélites en la órbita de La Paz nocturna, marginal y extrema. Y son los elementos de esta orbita las herramientas que de un día para otro son utilizadas por el llokalla para elegir una piel que le permita contar y reflexionar sobre su entorno, un nuevo espejo del yo: “De un día para otro, sin que haya ningún cataclismo social, algunos de mis amigos y yo amanecimos con el cuento de que éramos indios… Fue como haber amanecido, un día de esos y encontrarme con todos los espejos cambiados, oscuros, con todo recuerdo del ´uno mismo´ completamente desaparecido”.  Y gracias al artificio y las posibilidades de los múltiples reflejos desde los que se narra en Crónicas del llokalla jailón, es que el narrador toma la diversidad de los espacios públicos paceños para resignificarlos y habitarlos por una mirada que despliega el lenguaje y su construcción simbólica desde las prácticas culturales cotidianas, las que surgen en las calles, en las gradas o en esos espacios comunes como la Belisario Salinas, La Pérez o Las Velas, apropiándose de ese espacio tal vez de una manera “errónea”, en el sentido de su mal uso, maltrato y deterioro, lo cual deviene de la falta de identificación y apropiación y es que el llokalla no logra identificarse por completo con la urbe que lo alberga y a la vez lo acecha. 

    El llokalla no logra hilar su espacio con historias familiares que lo acercan en opuestos morales, si es que de alguna moral se puede hablar, porque es un hecho que lo que menos le importa a él es la concepción del bien o del mal; se concentra, más bien, en ser y contar, logrando una narración contrapuesta sobre lo público y lo privado, lo público ligado a la herencia andina que concibe estos territorios como espacios de encuentro en que se desarrollan diversos aspectos de la vida cotidiana, y la otra occidental “blanca” que plantea que el espacio público es sólo un tránsito entre los espacios privados, como un lugar circulación. Esta contraposición deriva en confrontaciones y tensiones en la narración al momento de focalizar el espacio y la narración como los hijos bastardos de un medio cultural del cual parten las expresiones artísticas y culturales de un lenguaje coloquial y mestizo. 

    Y que mejor ejemplo del adoctrinamiento blanco aquel relacionado a la escuela, el cual es narrado desde el punto de vista del niño sentado en la parte de atrás y que al parecer no tiene ni tendrá mucho que ofrecer a su sociedad. Y es que en ese espacio se nos aparecen algunos personajes como la profesora Chepa que nos permiten interpelarnos y a su vez trazar el escape de un discurso colonizado a través del fomento de una educación no formal en el llokalla que deja una marca más profunda como aquella producida por las 300 confesiones sexuales de Renata Pisu, último relato del libro y nueva adición a esta segunda edición, lo que le permite encontrar una manera de modelarse como individuo, traspasado por el mundo del relato y le brinda la oportunidad de defender un discurso en sí mismo. Es esta puesta en abismo del lenguaje que permite a Martínez manejar un discurso en constante tensión en Crónicas del llokalla jailón, logrando pasajes muy acertados que apelan al humor cotidiano en contraposición de otros lugares del discurso que nos dejan con una interrogante, sin entender lo que pasó allí, como la imagen del paseante que deja un vaso de alcohol en la estatua de Eduardo Avaroa.

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