Viviana Gonzales: "Los premios sirven para que la gente sepa que existes"

Puño y Letra entrevista a Viviana Gonzales, poeta y dramaturga boliviano-mexicana, quien acaba de ser reconocida en la categoría a Mejor Libro de poesía en los premios internacionales Latino Book Awards de Estados Unidos.

Viviana  Gonzales

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Viviana Gonzales


    Redacción Puño y Letra
    Puño y Letra / 02/10/2023 03:14

    Puño y Letra entrevista a Viviana Gonzales, poeta y dramaturga boliviano-mexicana, quien acaba de ser reconocida en la categoría a Mejor Libro de poesía en los premios internacionales Latino Book Awards de Estados Unidos. El 21 de octubre será la ceremonia de premiación de un certamen en el que se han inscrito nombres tan importantes como el de Pablo Neruda y Mario Vargas Llosa. A continuación, Gonzales responde a Puño y Letra cinco preguntas para acercarnos más a su proceso creativo.

    La pregunta inevitable. Qué se siente haber ganado un premio tan importante. Es decir, hay nombres con este reconocimiento que van desde Neruda a Junot Díaz.

    Uno se siente feliz cuando reconocen tu trabajo; sobre todo cuando ves los nombres de tus libros que son como “seres aparte”, como hijos que son tuyos pero, de alguna forma, tienen una existencia propia.

    Cuando leí los nombres de mis dos libros me emocioné mucho, pero no lloré. Recuerdo que el día que gané en Bolivia el Premio Nacional de Literatura (que otorga el Gobierno Municipal de Santa Cruz) en la categoría de Poesía lloré de alegría. Ese fue mi primer poemario y fue algo increíble para mí ganar un premio.

    Hay una frase que dice “nadie es profeta en su propia tierra”, pero en mi caso ocurrió algo muy lindo; mi primer premio me lo dio mi país.

    A ese premio le debo mucho y le estoy muy agradecida; después de eso mucha gente volteó a verme; en México comenzaron a invitarme a ponencias, a lecturas; mis poemas aparecieron en antologías, etc.

    Hay gente en mi país que me ha apoyado mucho, Homero Carvalho es muy generoso con su tiempo, por ejemplo. Amigos en Bolivia que me han leído, que han tomado talleres conmigo, gente que ha ido a mis presentaciones. Esos también son premios. El tiempo que la gente te dedica para leerte.

    Los premios no deberían ser lo más importante para un poeta porque lo fundamental es el ejercicio de la poesía; el poder contemplar las imágenes poéticas, sin embargo, los premios ayudan a que la gente sepa que existes.

    Tus raíces son méxico bolivianas. Qué de común y qué de particular has bebido de sus tradiciones literarias, y, particularmente, poéticas.

    A Bolivia yo le debo mucho, podría decir que le debo todo (incluso mucha gente me dice que no es bueno ser “nacionalista”–no sé si lo soy–), Bolivia después de vivir casi veinte años fuera de mi país,  se ha convertido en la imagen que guardo y atesoro en mi memoria. Siempre veo a Bolivia como la casa de Miraflores donde me crié, con margaritas blancas, las calles que caminaba en Sopocachi cuando estudiaba música en el Conservatorio. Los días de mi juventud, la vez que me enamoré, el descubrimiento de mis libros favoritos, los jugos de naranja que tomaba en el Prado cuando caminaba la ciudad. Bolivia es mi juventud y mis ideas de querer cambiar el mundo. 

    Yo me hice lectora leyendo a Antonio Paredes Candia, dos leyendas concretamente, Pansayta Khopuay y Bernita de Chorquercamiri. Los libros de don Antonio han viajado conmigo y son historias que, siempre que puedo, las vuelvo a leer. 

    Una amiga muy querida en México, Susana Bautista (poeta mazahua) con la que estudié un Diplomado en Literatura en Lenguas Indígenas de México dice, en el prólogo de mi próximo libro que saldrá publicado este año, que mi poesía se alimenta mucho de las tradiciones indígenas de México y Bolivia. Y sí, de alguna forma así es. No soy indígena y pecaría de representar a los pueblos originarios, sin embargo, yo leo poesía hecha en lenguas indígenas de Bolivia y México. He leído poesía escrita en náhuatl, totonaco, maya, mixteco, etc. porque creo en la riqueza de nuestros pueblos. Creo en la sabiduría de los pueblos originarios del mundo.

    Háblanos acerca de tu poemario ganador: "Hay un árbol de piedra en mi memoria". Cuál o cuáles consideras que son las piedras o claves poéticas fundamentales de este libro, y cuáles han sido sus raíces y su proceso creativo.

    Ese libro nació en un viaje que hicimos Juan, mi esposo, Imanol, mi hijo y yo al Salar de Uyuni, quedé tan impresionada que todas las tardes mientras estaba en La Paz visitando a mi familia iba a cafés a escribir (también a comer cuñapes) y poco a poco me di cuenta que se estaba creando un poemario.

    Además, dentro de ese poemario hay cinco cantos que se titulan “Cinco cantos nahuals” y esa fue una tarea para un Diplomado de Escritura Creativa que realicé. La tarea consistía en escribir –en cualquier género-– lo que veíamos de unos códices mexicas. Yo había tomado ese diplomado para escribir cuentos. Yo quería ser narradora, quería ser cuentista, pero mis cuentos eran pésimos porque nunca sucedía nada y porque no sabía qué hacer con ese género. Esa tarea fue muy importante porque fluyó, casi naturalmente. Pude, entonces,  contar lo que veía en ese códice desde la poesía y así relaté el camino de la vida hacia la muerte que, para los antiguos mexicas, es el camino hacia el Mictlán, con eso quise también hacer un homenaje al gran poeta Nezahualcoyotl.

    Así que mucho de lo que se escribió en ese poemario comenzó en La Paz y se concluyó en Ciudad de México. Mis dos grandes referentes.

    De alguna forma en ese poemario están presentes mis abuelos, mi familia, mi niñez, nuestra vida en la casa de Miraflores, una casa que no existe más, pero que queda en mi memoria. También están mi esposo y mi hijo porque para mí la maternidad ha sido un ejercicio de (re)nacimiento.

    Tu libro "Canto de un pájaro de fuego", fue publicado por Buenos Aires Poetry en la Colección Pippa Passes. Qué proyectos estás encarando en el momento presente, más allá de lo que traerá este reconocimiento.

    Mi “Canto” querido es un libro que he escrito durante la pandemia y que ha sido publicado en una editorial que me gusta muchísimo. Cuando era niña yo veía al final de los libros que las grandes publicaciones venían o de Barcelona o de Buenos Aires y ese fue como un pequeño sueño infantil que se hizo realidad, quería publicar en Argentina.

    Después, he escrito un cuento en verso que se titula “Mamá tiene miedo” y es un proyecto al que le tengo muchísimo cariño, la voz poética es un niño que cuenta el día a día de su mamá con depresión. Ahora mismo esa obra se está traduciendo al inglés gracias al trabajo de Ilana Luna quien es profesora asociada de la Universidad del Estado de Arizona y que trabaja en el área de estudios latinoamericanos y las ilustraciones las realiza Florencia Troisi, una magnífica artista argentina. Es una historia acerca de que la maternidad también tiene lados oscuros.  Las mamás no somos perfectas y nos equivocamos (mucho); me gusta el tono de ese libro porque, a pesar de ser una historia dolorosa, siento que la voz poética tiene mucha esperanza y esa esperanza es la del amor, porque el amor siempre salva.

    Es un proyecto muy femenino y que me enorgullece trabajarlo con dos mujeres a quienes admiro.

    Este año además saldrá publicado “Te doy el tiempo de un zapato” (con la editorial mexicana Dogma), ese libro fue finalista en el Nueva York Poetry Press. Es un libro que se divide en tres partes. Una parte más personal; la segunda parte, titulada Jordán, es una especie de homenaje muy sencillo que hacer a la Biblia, a los Evangelios en concreto (me gusta mucho leer la Biblia y algunos libros iniciáticos como el Corán) y la tercera parte es América, esa parte se la dedico a los Estados Unidos, donde vivo actualmente, y habla de mis primeras impresiones en Houston. Las calles, la gente, el modo de vida.

    Este mes (septiembre) hice un viaje a Seattle, Washington porque gané una beca, junto a otros tres poetas, para una residencia de escritura creativa. Fue una de las experiencias más increíbles que viví, sobre todo como escritora. 

    La idea de la beca era tener un espacio, rodeado de naturaleza y sin distracciones, para escribir. El espacio era mágico y pensé mucho en Bolivia. Rainier (Tahoma) es el monte más alto de los Estados Unidos y lo podía ver desde mi ventana cada mañana, eso era un regalo de la vida. Pude ver los bosques de la costa oeste de los Estados Unidos; venados que llegaban al patio de la escuela donde nos alojábamos. Escuché historias que cuentan los nativos de la región.  Vi marmotas, campos, flores, cuervos, cedros. Fue una experiencia increíble. Conocí grandes poetas de lugares como Kentucky, California, Nueva York, El Salvador o Puerto Rico. Comí comida boliviana porque nuestra chef (que era americana) había vivido diez años en Bolivia y decía que la mejor comida del mundo era la boliviana. Así que pude escribir mientras comía humintas y eso para mí fue una señal divina, jajaja, no sé. Humintas, clima frío, hablar en español, ver montañas… sin pensarlo ese sitio me regaló otros poemas. No sé cuánto me tome volver a hacer otro poemario y no importa, lo importante ha sido que la magia de la poesía y su proceso se han hecho presentes en mi vida, otra vez.

    Para qué sirve la poesía en el mundo contemporáneo. Por qué seguir escribiendo poesía.

    La poesía sirve para existir. La poesía es, creo yo, la presencia de dios, la presencia de lo divino. ¡Cómo no vas a creer en dios (la vida, alá, el universo, como quieras llamarlo) cuando lees al Quijote –dirán pero eso es narrativa, es una novela. Sí, pero la poesía puede tomar muchas formas–; o cómo no vas a creer en poesía cuando ves la bondad de los perros! 

    La Poesía lo es todo, existe y no nos necesita para existir. A pesar de nosotros, ella es.  

    Pero, hablando de la poesía en formato de libro, yo pienso en ella como si fueran documentos sagrados. Cada poeta nos afirma su mundo. Así lo hizo Jaime Sáenz con La Paz. Así lo hizo Alejandra Pizarnik. Así todos y en muchas lenguas, Raymond Carver, Anne Sexton, Mary Oliver… yo siempre les digo a mis alumnos: “todo poeta es un profeta, no dudes, afirma”. 

    La poesía también nos ayuda a (re)encontrarnos. Recuerdo que hace años yo tenía en México un centro cultural y ahí nos reuníamos a leer. Mis mejores amigos vienen de esas lecturas colectivas. Yo les llamo los “perros” y fue la palabra la que nos unió. Jóvenes que venían de distintos puntos de la ciudad, de Neza, del centro e incluso del norte del país. Ellos me hicieron descubrir, por ejemplo, El maestro y Margarita o un libro que atesoro mucho, Te me moriste del portugués, José Luis Peixoto, una pequeña novelita que cuenta los últimos días de la vida de un padre.

    Esos perros poetas que tienen nombres propios, Hazael, Sergio (Sinaloa), Edgar, Amanda, Nancy y algunos más que iban y venían; me abrieron su mundo y así yo podía sentirme parte de la Ciudad Monstruo –México– (tan fascinante, hermosa pero terrible y violenta a partes iguales). Siempre los pienso como los infrarrealistas, estos poetas que se reunían con Roberto Bolaño, un chileno entre tantos mexicanos, pues, Juan (mi esposo) y yo éramos dos bolivianos entre mexicanos. Eran reuniones donde no primaba el ego (que es algo que me choca profundamente del “mundo intelectual” o “intelectualoide”). Solo eran reuniones porque sí, porque queríamos hacerlo y la literatura era un pretexto para hablar de nuestras heridas, de política, de México, escuchar Savia Andina, etc.

    Para finalizar quiero decir que deseo que el camino de la Poesía sea eterno. Como dice el poeta, Constantino Kavafis, “cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo…” que así sea siempre la palabra, el camino largo y lleno de aventuras.

     

    Canto de un pájaro de fuego

    Historia de un vuelo, un bastón y una trenza

    Hemos saltado del vientre de nuestra madre o del borde de una estrella

    y vamos cayendo.

    Vicente Huidobro

     

    En un vuelco de nubes celestes hay un mar a lo lejos que yo no alcanzo a ver.

    Son años de ceguera y no mar, un soplido se desprende del tiempo.

    El tiempo es –lo sabemos–

    una palabra mayúscula.

    Hay un hilo que brota por entre mis piernas

    mientras vuelo el hilo me quiere atar a la tierra.

    Mi madre y mi abuela cepillan una trenza enorme,

    otra mujer la decora con guirnaldas y petunias.

    Es difícil alcanzar el vuelo con el hilo que me ata,

    con la vagina cerrada, entumecida y espantada.

    Yo no puedo elevarme porque al miedo

    nunca le ha dado la gana de soltarme.

    Si ahora caigo de seguro el hilo se rompe y

    el miedo saldrá corriendo

    al ver la nada que soy, que me ha vuelto.

    Alguno que otro llorará mi ausencia

    mi madre

    mi abuela

    desde el otro lado la lluvia.

    Mi hijo no tiene hilos entre sus piernas.

    Hay un bastón que lo sostiene.

    Puede fallar en el despegue o incluso caer como yo.

    El bastón sujeta al hombre, a mi hijo.

    Más tarde voy a llegar a llorar mi cortedad

    y el miedo me volverá a coger vacía,

    eso le dejaré a mi hijo

    mi muerte blanca y absurda

    mi sexo nocturno con el miedo mi trenza roja y omnipotente

    que emerge todos los días

    el monstruo que devora mi útero.

    Mañana

    quizás a hurtadillas

    pueda volar de nuevo

    libre de todo:

    sin hilos

    sin vientre

    sin miedo.

    Tomar las tijeras de la máquina de coser de mi abuela

    abrirlas

    abrirme

    parir mis dolores

    mis angustias

    mi pasado

    empaparme de hombría, sujetar un bastón

    con mis piernas y

    Volar.

     

    Hay un árbol de piedra en mi memoria

    Canción del árbol de piedra

    He cruzado pasillos interminables

    y en este tránsito de mundos 

    me he enfrentado con dos o tres reyes.

    Un país acurrucado en el silencio,

    en la quietud de la joya sagrada,

    el sueño de la profecía escrita, ahí

    donde todavía se perciben hedores,

    antiguos lamentos indios.

     

    En la panza inflada de la tierra 

    gritan los hombres,

    se tragan las vísceras de la Pachamama; 

    su alimento es pues tierra y sangre,

    yo por eso me tapo los oídos.

    Los he visto de rodillas ante unos dioses

    que nunca los escuchan.

     

    No es momento de habitar la noche,

    adentro del infierno un antawaya

    con su cola alcanza la agonizante hilera

    del viento y mi plumaje.

     

    Un hombre a mi lado ordena papeles de colores,

    tentaciones en monedas extranjeras,

    mañana habrá de implorar un sello

    y la marca le será negada,

    su condena eterna es permanecer 

    en la boca del mismo infierno.

     

    Afuera, una mujer de pollera pide limosna,

    hay un árbol inerte en mi memoria,

    una piedra que dice llamarse árbol

    estática predice el derrumbe de los tiempos;

    yo solo quiero que su espera no se extienda,

    que pronto la piedra árbol se destruya,

    que caigan edificaciones milenarias

    y de los restos emerjan centenares 

    de roedores omnipotentes.

     

     

    Me niego a transitar los mismos pasillos 

    de monarcas muertos,

    preferiría un campo 

    con tres o cuatro vizcachas 

    brotando por entre las montañas.

     

    Una mosca emerge de una cloaca,

    la mosca se convierte en millones,

    hay un vínculo entre los nuevos pobladores

    hemos perdido territorio nuevamente

    la historia la escriben los vencedores

    para los vencidos quedan las pancartas,

    la palabra en verso y las lágrimas

    Cobardes.

    Un espacio abierto en el que yo reconozca 

    –aún si me quedo ciega–

    el color de los ojos de mi hijo cuando sonríe en su tierra,

    un hombre que a cada paso graba un recuerdo,

    Uturuncu, señor de las llamas, 

    agoniza en la planicie,

    de mis labios surgen palabras 

    y tengo la fuerza para matar a la serpiente,

    salvar al hombre y a mi hijo

    saberme libre de tiranos y monarcas,

    de la destrucción y las maldiciones.

     

    Hay un hijo en mi regazo.

    Hay un hombre en mi memoria.

     

    Son los vientos de esta tierra que elevan mi presencia.

     

    Una casa, el balcón abierto

    A recorrer me dediqué esta tarde

    las solitarias calles de mi aldea.

    Nicanor Parra

     

    El hombre derrumba moradas,

    en un par de semanas caerá

    la casa de mis padres,

    centenares llegarán al entierro

    del trapecista.

    El pueblo en pie de lucha 

    bajará a los custodios 

    y llorarán 

    los carniceros.

     

    La casa ha de ser tomada

    la muralla, el caballo,

    la cabrita saltarina, la Justina.

    Mi casa se cae,

    yo soy una mujer adulta

    que no puede llorar en cafés,

    que finge suciedad en los ojos

    antes de que aparezca

    la muchachita con su charola.

     

    Ayer, penumbra y visión,

    me he acomodado en un sueño:

    le he visto a la Justina 

    vestir enaguas 

    nuevamente,

    el trapecista hace piruetas,

    los custodios beben singani.

     

    Hay una papa imilla

    que me guiña un ojo;

    a la marraqueta 

    la unto de mixtura;

    el anuncio de un festejo, 

    la entrega de la llave,

    el camino de la infancia.

    ¿Con qué habré de comer el pan?

    lejos de la luna que fue mía,

    sin la carpa, las piruetas,

    o los enanos

    ¿con esta sensatez obtusa y sola?

     

    Lánzate no lo pienses

    desde el balcón de la habitación

    de tu abuela con alzhéimer,

    desde las llagas

    de tu abuelo con cáncer.

     

    Lánzate 

    y si lloras

    que salgan tus mocos

    y bañen las calles,

    a lo mejor las margaritas retoman

    su andar y su brío

    aunque sea

    para el entierro de estos hombres 

    o, por lo menos,

    para el tuyo.

     

    Que de tus mocos se cubra un sepulcro,

    que te arropen con las enaguas 

    de la Justina,

    que beban hasta quedar bien borrachos,

    que las lágrimas empapen 

    esta casa muerta 

    enferma

    de tumores 

    y de nombres olvidados.

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