Una medalla compartida

César Rojas y Cecilia Lanza fueron reconocidos con la medalla Franz Tamayo a la creación de la APLP. En este número los celebramos y presentamos algunos textos de su importante producción intelectual.

César Rojas y Cecilia Lanza fueron reconocidos con la medalla Franz Tamayo a la creación de la APLP César Rojas y Cecilia Lanza fueron reconocidos con la medalla Franz Tamayo a la creación de la APLP

Redacción Puño y Letra
Puño y Letra / 05/12/2023 04:46

Para colmo, una mujer

Cecilia Lanza Lobo

Ocho meses antes del golpe de 1980, el país era un río revuelto.

El inminente retorno de la izquierda en elecciones nacionales era una amenaza que los militares no estaban dispuestos a soportar menos aún luego de siete años en el paraíso. Se vino entonces una seguidilla de golpes y apellidos. El más relevante, a pesar del ab- surdo, fue el del coronel Alberto Natusch (1979) que aparecerá más tarde en esta historia quizá con el afán de reivindicarse tras dieci- séis días de un gobierno infausto.

En ese trajín, entre golpe y golpe, el Congreso Nacional había ele- gido como Presidente a un civil (Wálter Guevara) con el mandato de convocar nuevamente a elecciones, pero volvió a empantanarse entre acusaciones de prorroguismo y disputas varias, y entonces llegó el golpe de Natusch. Tras éste, que duró apenas dos sema- nas, como último recurso en medio de presiones políticas de todas las corrientes, el Congreso acabó por elegir como Presidenta de la República a una mujer: Lydia Gueiler, presidenta de la Cámara de Diputados, que asumió el desafío con el único mandato de sostener semejante situación hasta llevar a cabo las tan esperadas eleccio- nes nacionales.

Pudo. Y nuevamente, terca, obstinada, jubilosa, triunfó la izquier- da de Hernán Siles Zuazo. No había nada que hacer, el pueblo los elegiría una y otra vez. Y los militares, necios, volvieron a golpear. Sucedió el 17 de julio de 1980 con el general Luis García Meza al frente.

¡Booom!, ¡booom!, ¡booom!

De repente comenzaron a suceder atentados y explosiones en un lugar y otro. Nunca antes Bolivia había vivido tal violencia política cuyos modos terroristas eran también ajenos.

Una avioneta en llamas

Jaime Paz Zamora todavía sueña con la puerta de una avioneta que sale disparada, luego vuela en cámara lenta y va cayendo hasta golpear la tierra levantando polvareda.

El gobierno de la señora Gueiler había convocado a elecciones para el 29 de junio. La UDP de Hernán Siles Zuazo y Jaime Paz Zamora como candidato a la vicepresidencia tenían cantada la victoria desde las pasadas elecciones cuando Banzer dejó el gobierno a sus camaradas, disfrazando su salida con unas elecciones fraudulentas que fueron anuladas.

A pesar de las bombas que tenían al país con los nervios de punta, o precisamente por eso, la campaña electoral seguía, desafiando al miedo. La mañana del lunes 2 de junio, la cúpula de la UDP se disponía a viajar al norte del país a un acto de campaña. Una hora antes de partir, el candidato favorito, Hernán Siles Zuazo, decidió no viajar debido a un asunto familiar. Lo hizo Jaime Paz, su candidato a vicepresidente, junto a sus compañeros Jorge Álvarez Plata, Enrique Barragán y Jorge Sattori.

Muchos años después, Jaime Paz (vicepresidente y presidente del país años más tarde) recuerda aquella pesadilla como si fuese ayer. El encargado de logística de Siles Zuazo había contratado una avioneta. Poco después de despegar, ya en el aire, uno de los motores comenzó a echar humo. Inmediatamente Jaime Paz miró su cinturón de seguridad y todo comenzó a suceder en segundos, la vida entera en estado líquido bombeando el corazón. Pensó en todas aquellas  

veces en que supo de accidentes aéreos, con la distancia con que todos pensamos que las cosas malas les suceden a otros, nunca a uno, y que si alguna vez sintió ese temor, esta vez la muerte era inminente y ese cinturón que sostenía su vida podría también abrazar su muerte. En pocos minutos cundió el pánico. Ardía una turbina y la avioneta comenzaba a sacudirse y a soltar pedazos que salían disparados. Jaime Paz tuvo tiempo de decirle al piloto que buscara aterrizar en aquella línea que se miraba al frente y que parecía ser un camino de tierra en medio del altiplano, cosa perfectamente posible, pero el piloto aparentemente quiso retornar hacia el lugar desde donde habían partido y entonces la avioneta giró hacia el ala derecha y comenzó el descenso vertiginoso, en picada, hasta estrellarse contra el suelo, dar un giro y arrastrarse por la panza. Cargada de gasolina, esa avioneta era una bomba de tiempo y quedaban apenas segundos. En medio del estruendo, Jaime pudo alcanzar su cinturón de seguridad y en el momento oportuno liberarlo.

¿Cómo, por qué, de dónde llegarán esas bestias que aparecen en el momento preciso, se meten en el cuerpo y hacen lo que tú no podrías porque estás casi muerto?

Su mayor arrojo no fue abalanzarse contra la puerta de la avioneta y voltearla con la fuerza de otro mundo, sino mantenerse consciente. Sus compañeros no. Cuando la nave cayó, ellos estaban ya dormidos, o muertos. Cuando la puerta voló, el fuego entró como dragón, lo devolvió a su sitio y le quemó la cara, no el cuerpo, porque Jaime llevaba puesto un traje de tela kaki que no hace mucho su mamá le había traído de Canadá. La tela resistió al fuego. Jaime no pensó un segundo y volvió a lanzarse por la puerta en medio de las llamas. Salió, cayó y corrió y corrió como pudo hasta alejarse, y atontado se paró a mirar esa bola de fuego. Un campesino apareció, lo miró sin saber quién era, “¡uyyy! está echando chispas” exclamó, y le echó su poncho encima. En ese momento una mano se posó en su hombro, y a diferencia del campesino que no lo reconoció, éste lo hizo inmediatamente porque amablemente le dijo: “Licenciado, aquí no hay nada que hacer, vámonos”. Era un piloto de apellido Pereira que por alguna extraña razón andaba volando por ahí, quizá con toda intención. Era instructor en una pequeña escuela de aviación que pertenecía nada menos que a Luis Arce Gómez. Pereira resultó testigo y diez días después curiosamente murió en otra avioneta de propiedad de Arce Gómez. El coronel encargado de la logística de Siles Zuazo también había contratado una avioneta de la empresa de El Loco, la misma que Jaime Paz dejó atrás retorciéndose en llamas.

Como si se hubiese echado gasolina al fuego, la bronca popular se tragó el miedo y allí estaba en las calles otra vez. Días después, el 26 de junio, la UDP cerró su campaña electoral en medio del luto que tradujo el dolor en cantos de victoria, en homenaje a Luis Espinal, en ardiente rechazo a los asesinos, en esperanza y en sueños.

¡Boooom!, retumbó de pronto. Una granada de fragmentación cayó entre la multitud, seguida de disparos de bala. Junto al estruendo comenzaron los gritos, la sangre, y la gente que corría despavorida en El Prado paceño. Dos jóvenes, Sebastián Montes de 16 años y Alfredo Patón de 21, murieron; más de medio centenar de personas fueron gravemente heridas, muchas de ellas por impactos de bala en ese cierre de campaña trágico y multitudinario. ¡Boooom! Arce Gómez dejaba su sello una vez más.

Las elecciones sucederían tres días después, y ni las bombas ni los muertos lograron ahogar las convicciones, menos la valentía de un país que por tercera vez, y precisamente por sus muertos, el 29 de junio volvió a votar por la UDP y contra la dictadura, sabiendo en el fondo de su alma que un nuevo golpe se venía.

Y ganó la UDP y dos semanas después llegó ese maldito día.

(Fragmentos del libro El color de las ovejas negras. Crónica de un parricidio, Rascacielos Publicaciones. La Paz, julio 2023.)

 

Escribir, un acto de libertad

César Rojas Ríos

Hoy estoy en Sucre. Imposible no volver atrás. Devolverme hacia el pasado donde perpetré mi mayor aventura, privilegiada y única, porque le entregué, entre mi acné y mis sueños de infinito, una fidelidad heroica que nunca he podido quebrar.

Se trata de una herencia que recogí de las manos de mi madre y es mi mayor gesto hacia la vida. ¡Cuánta inquietud que inclusive hoy no cesa ni calla! Me despierta por las noches, me acerca a sonidos que intuía en el día, pero que en las noches insomnes me los devuelve como soles brillantes.

Ya de niño sentí en la cabaña de mi huerta que el cielo no era un sencillo azul, sino la invitación a un poema y que leer era semejante halago a nuestros sentidos que sólo había una manera de retribuir el placer y la riqueza recibidas: escribiendo.

Sí, en la calle Dalence 4-2-2, pasando tres patios e internándome en la cabaña de mi huerta, donde un poco antes, nada más tal vez unos meses atrás, encrespaba los árboles con mis piruetas y los tejados con mis fantasías de reinventado cowboy –como dije–, perpetré mi mayor aventura: e-s-c-r-i-b-i-r. Era una delicia salir a la búsqueda de la palabra justa para redondear la frase correcta, similar al regocijo que sentí antes de salir corriendo detrás de la pelota y buscar encajarla en el arco rival. La misma dicha transformada. La misma alegría sin freno experimenté después al dibujar sobre el papel mis más íntimas ideas. ¡Qué maravilla saber que mis hábiles dedos me podían proporcionar un mundo!

Palabra a palabra he tallado mi vida. Digo palabras y no hechos, porque sobre todo aquellos acontecimientos que marcaron mi vida con su tajo y su verdad, he transformado como los viejos alquimistas, en una mirada sobre el ser (el mío y el ajeno). Esas experiencias no pasaron por mi vista como hojas de otoño –idas y vanas–, sino que las he desdoblado en reflexión. 

Yo soy la imprenta de mi vida: traduzco lo que vivo. Y encuentro al niño que fui y que siempre llevo conmigo, y que habiéndome entregado al adulto que ahora soy, siento la aventura en la que nos encaminamos, y une como un puente de acero, el que fui, el que soy y, con seguridad, el que seré: un escritor.

Siento haber alcanzado la más alta dignidad, porque soy el que soñé ser. Allí, debajo de los cristales del cielo, abrazado por esos parrales que llenaban de sombras móviles la puerta de mi cabaña, de donde salí al abrazo cálido de las palabras, conquisté mi máxima libertad: inventarme a mí mismo. Así mi vocación fue mi hogar, mi refugio y mi fuego. De allí en adelante, estoy volando como Ícaro en un instante maravilloso como fugaz. Dentro mío siento la vocecilla tibia que me dice: “¡Atrévete, atrévete!”.

Y atrevido como soy, vuelo. 

(Mañana, como todos, también como tú, Ícaro de los cielos, iré a caer como una saeta en la tierra: seré sepultado, empero, sin muerte en mis manos, pues en mis dedos toda fue vida sedienta de espíritu).

 

Hombres luz

César Rojas Ríos

El hombre para despertar lo mejor que lleva dentro necesita de otros hombres que le aviven lo que puede llegar a ser. ¿No necesitan acaso los leños de un fósforo? En el pasado se llamaba a estos parteros de individualidades recias: modelos de vida. Yo prefiero llamarlos hombres luz. Individuos que con su palabra y su ejemplo nos exigen sobrepasar nuestras inercias y mediocridades. Al ser más que nosotros nos empujan a ser mejores.

Así como toda cerilla requiere de una superficie adecuada para encenderse, el hombre requiere de hombres más grandes que él para echar lumbre. Lastimosamente, hoy vivimos el eclipse de los grandes hombres. Tal vez se deba a que hemos cambiado por cuarenta monedas de plata la literatura por la televisión, el (mal) cine y las redes sociales. Desde ese momento gris, nuestras cabezas se han introducido en cavernas sombrías, porque nos ocultan entre mil sombras vanas aquél que podemos ser.

Por decirlo claro y rápido. Los modelos de hoy, Avengers y tutti cuanti... desplazaron a los de ayer, Jesucristo, Buda, San Francisco de Asís, Tolstoi, Goethe, Leonardo da Vinci, Sor Juana Inés de la Cruz, Franz Tamayo, Adela Zamudio... Por tanto, ¿qué hombres habremos de cosechar? La respuesta no se deja esperar: seres mediocres y sin verdadero calado interior. Hombres que son la sombra de quienes pudieron ser si se hubieran fijado detenidamente en algo más elevado.

Ideales medianos, hombres medios. Esta es la situación existencial que se presenta a fines de siglo. Vemos mudar los hombres águila que nos llevaban por las alturas y vemos surgir los hombres escarabajo que nos precipitan en la mediocridad. Desoladora constatación: la sociedad se ha convertido en una gigantesca fábrica de enanos. Y si lo son, es porque no aspiran a ser más. No hay mayor desgracia que un hombre contento consigo mismo: se resignó ser algo más grande.

“Toda vida verdadera es encuentro”, dijo Martín Buber. El hombre es una caña y un anzuelo, depende de qué tan lejos tire la caña, para lo que vaya a pescar y con lo que habrá de alimentarse. Hoy, hemos dejado la caña en la cesta de basura y pusimos nuestros ojos, con indolencia y sin lucidez, en la televisión. No cabe duda de que no hemos llegado a ser ni mejor ni peor que la “quinta pared” de los hogares modernos: nuestro más íntimo espejo.

Los hombres luz, mientras tanto, descendieron a sus tumbas, encontrando en el silencio mejor compañía que la nuestra. Están a nuestra espera, nos ofrecen trocar el kitch en que hemos convertido nuestras vidas en una renaciente epopeya. ¿Pueden oír aún nuestros oídos? ¿Queda todavía un resto de espíritu en nosotros para escalar nuevas cumbres? ¿Hay auroras que esperan dormidas a renacer?

Es imperativo traer desde los mausoleos de la historia y rescatar desde la plataforma del presente, la figura de grandes mujeres y hombres, no por su estatura física ni por sus ambiciones de poder; sino, porque siendo igual que nosotros son mejor que nosotros. Aquéllos que se cruzaron por nuestros caminos y que en nuestra ceguera alcanzamos a ver.

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