Una ciudad de provincia: Dedos

Estamos en una reunión de amigos. En un arranque de súbita alegría, como si acabará de resolver un problema matemático que lo venía persiguiendo desde sus años de universidad

Una ciudad de provincia: Dedos Una ciudad de provincia: Dedos

Alba Balderrama 
Puño y Letra / 16/01/2024 00:31

Estamos en una reunión de amigos. En un arranque de súbita alegría, como si acabará de resolver un problema matemático que lo venía persiguiendo desde sus años de universidad, mi amigo lanza sobre la mesa en la que estamos cenando una escena de la película irlandesa Los espíritus de la isla (2022) (The Banshees of Inisherin, título original) de Martin McDonagh, esa en la que uno de los personajes, Colm (Brendan Gleeson) un tipo rudo, viejo y sabio se corta uno de sus dedos con su aherrumbrada navaja sobre la mesa del pub donde está su amigo de toda la vida, Pádraic (Colin Farell), un tipo silvestre, joven y un poco tonto. El viejo ha prometido a su joven amigo que se cortará un dedo cada que el joven se acerque a él. Esto sucede en una pequeña y remota aldea rural en una isla de Irlanda, de casas de piedra, grandes praderas donde pastas ovejas y vacas, donde todos se conocen y donde nada cambia. 

Mi amigo insiste con la escena y me dice que eso solo podría pasar en el mundo rural europeo, que algo así no pasa en los pueblos latinoamericanos. Un amigo cercenándose los cinco dedos de una mano con la que compone cultas canciones y con la que escribe pensamientos superiores, porque esa es la razón por la que corta su relación con su amigo ingenuo y que habla con los animales. El viejo quiere dedicarse al arte y al pensamiento. Esos actos extremos, teatrales, cargados de dramatismo y romanticismo no tienen lugar en los mundos rurales de nuestra América del Sur, según él. A lo que el resto de los amigos allí reunidos responden con risas de complicidad y miradas inquietas esperando que yo saque mi propia navaja, ponga la mano en la mesa y con una determinación indoblegable me saque un dedo para defender el cine, mi cine. Ahí mientras la noche se pone más caliente somos todos cinéfilos sentados alrededor de una mesa redonda.  

Lista para refutar su idea, me encuentro corta de palabras para convencerle de que es una buena película, pero en el fondo me doy cuenta de que la respuesta necesita macerarse como el problema de matemáticas que él tenía en la cabeza; una mirada que con los días me va pareciendo más y más honda, como la del joven Padric. Mi amigo entiende que más allá de que un campesino alejado de la ciudad y la “alta cultura” sea capaz de dar sus cinco dedos en ofrenda por el arte y por el pensamiento la idea es romántica porque esa misma mano, en el campo, necesita labrar la tierra, pastar los animales, pescar, para alimentarse y alimentar a los suyos, esas manos toscas y fuertes, son también necesarias para escribir cartas, ideas, pasar las hojas de los libros. El arte por el arte, en la ciudad o en el campo de un continente como el nuestro es una idea europea. Tienes razón amigo. 

Hacia el final de la cena, mientras conversábamos sobre la película, la niebla azul irlandesa que cubría la isla de Inisherin se torna, a medida que baja hacia los valles de Sudamérica, en el vapor cálido saliendo de las bandejas con cerdo al horno, choclo tierno del valle y kullipapa (papa morada) cultivada en las laderas de la montaña que había puesto en la mesa nuestra amiga anfitriona. Mi navaja cinematográfica esa noche se puso motosa, no terminé de hilar argumentos sobre Los espíritus de la isla, reímos de otras películas que les aconsejé que vieran y se las perdieron y hablamos de otras que siempre vuelven a nuestra hoguera. Nuestras reuniones siempre hacen su paso por el cine, como si mágicamente se oscureciera la casa entonces somos un grupo de amigos en una sala de cine. “De todos modos, ya se sabe lo que dicen de las salas de proyección: — dice Fran Lebowitz— a oscuras, todas parecen iguales”. No importa el ruido de la bolsa verde de hojas de coca que unos pijchan a modo de palomitas de maíz o de la música aleatoria que sale de un parlantito improvisado o de los cubiertos tintineando sobre los platos, eso nos une también, el arte. 

Pienso entonces que, así como la comida ofrece la excusa perfecta para exhibir los platos buenos y reunir a los amigos, el cine se ofrece como el lugar para desmantelar, entre amigos, nuestras propias ideas sobre lo que pasa en las ciudades y provincias. 

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