¿Dónde estás vos sin tu ajayu?

La novelista e historiadora sucrense, Rosario Barahona, nos habla sobre cómo es perder el ajayu y nos recuerda, entre otras cosas, la valiosa obra de María La Placa

Rosario Barahona Michel

Rosario Barahona Michel

 ¿Dónde estás vos.   sin tu ajayu?.

¿Dónde estás vos. sin tu ajayu?.


    Rosario Barahona Michel 
    Puño y Letra / 06/02/2024 11:05

    ¿Dónde está tu ajayu?

    A¿Dónde estás vos sin tu ajayu?

    ¿En un limbo?

    Estar sin ajayu es estar sin alma o ánimo, fragmentado, destemplado, a la intemperie, es descentrarse, es experimentar un pulso constante de susto en las venas. 

    Eso me lo dijo recientemente mi amiga, doña Eusebia Zambrana, autoridad originaria de Zongo (La Paz), que generosamente me regaló un puñado de coca que llevó hasta mi escritorio, vaticinándome felicidad. 

    Como Medea, de una u otra manera, todos hemos perdido el ajayu por una vez, por lo menos por una vez. Por marcharte de la tierra de tus ancestros sin pedir permiso a los espíritus de las montañas, por un dolor al pasar por cierto lugar temido, porque viste un duende o porque caíste de tu bicicleta cuando niño. El ajayu queda atrapado en esos sitios, más como un prisionero de sí mismo que del lugar en cuestión, hasta que alguien lo llame por su nombre a tiempo de que se tintinee la campanilla de plata que se usa en estos casos. 

    Quizá es posible que el ajayu pueda perderse también en los sueños, por eso nombro a Medea, cuando soñé -¡oh tragedia!- que ella era yo o quizá fue al revés: que yo era ella. A bordo de una gran nao, Medea iba sola frente al mar incógnito tras su desgraciado amor con Jasón. El viento movía sus largos cabellos y un hilillo de sangre manaba de su anular izquierdo. Apoyada en un borde, exenta de su ajayu, miraba ensimismada un punto equis a lontananza. No quería morir, no quería vivir, solo estar (se). Sin un solo rayo de luna, las tinieblas en derredor habían establecido un reino sólido y las olas rompiendo contra la embarcación con fuerza de tempestad provocaban en mí -¿o en ella?- un dolor indescriptible en mi/su caja torácica, pero ya era tarde, pues mi/su suerte estaba echada. 

    Desperté aterrada, preguntándome si perder el ajayu era irreversible mientras aquel dolor extraño, como un adobe pesado y seco puesto ex profesamente sobre mi caja torácica no me dejaba casi respirar. Había sobrevivido a aquel maldito reino de tinieblas.

    Comprendí entonces que perder el ajayu es también estar maldito/maldita. 

    Lo sé porque perdí el mío en El Alto, cuando por esas cosas raras de la vida, ocurrimos con mi amigo Piti Samos a un hospital de primer nivel a la muerte repentina de una amiga querida a quien no conocíamos mucho y sin embargo con el paso del tiempo se nos fue haciendo cada vez más querida, como si esas últimas horas de su vida hubiesen pesado como años de amistad. Aunque tiene un nombre de pila, para mí siempre será La bella durmiente de El Alto. 

    Con Piti Samos, alguna vez nos preguntamos por qué ella nos elegiría en aquellos últimos momentos de su joven vida. Pero fue así y no lo cambiaríamos por nada.  

    Un poco más tarde conocí a Aurora Consurgens, una pintura de la grandiosa artista paceña María La Placa, pues, aunque no físicamente, a esta última ya la había conocido en Santa Cruz, invitada a almorzar a la casa de mi amiga, la escritora Luisa Fernanda Siles. Está demás decir que quedé boquiabierta, parpadeé, y una emoción ocupó en particular mi segundo chakra ante la pintura que desbordaba magia por doquier: era el arcano mayor de la templanza, decimocuarta carta del tarot, representada por una esbelta mujer con alas de ángel, sobre cuyo regazo va cayendo delicadamente su larga trenza púrpura que no la perturba para cumplir su misión sagrada: sostener dos copas, una en su mano derecha y otra en su izquierda mientras va vertiendo agua de una a otra copa.

    No supe si fue la luz solar de esa maravilla natural llamada El Urubó que se produjo a la entrada de la casa de Luisa Fernanda, que quedé deslumbrada y por varios minutos también petrificada ante la pintura. Pero no era El Urubó, ni era Medusa, era la luz propia de María La Placa. Desde entonces, me declaré su fan absoluta.

    Pero volvamos a El Alto. Hay muchos prejuicios sobre El Alto, al final, casi todos equivocados, prejuicios que son solo eso: un juicio a priori. En eso pensaba al salir de la estación del teleférico violeta, el color de la transmutación. Lo confieso, tras la muerte de La bella durmiente de El Alto (¿muerte? ‘La niña no está muerta, solo duerme’, reza el evangelio), me daba un poco de miedo volver a El Alto y el recuerdo me dolía como un adobe sobre el esternón, también como duele una gruesa astilla clavada en el dedo anular. 

    Decidida, volvía, acaso, para recuperar mi ajayu, para contrarrestar la maldición, para experimentar la transmutación. A la salida de la estación del teleférico, me esperaba mi amigo, el escritor Daniel Averanga -orureño de nacimiento, pero “alteño por convicción”-, quien, amablemente se ofreció a acompañarme a través de un tour por la ciudad. Así, llegamos al museo Antonio Paredes Candia, ubicado en un antiguo estanque de agua que abasteció a la ciudad por muchos años. Allí nos recibió una simpática cholita que nos pidió registrarnos en un formulario que exigía datos de nombre y edad. Un rápido y ocurrente Averanga me arrebató el bolígrafo y dibujó el símbolo del infinito en vez de nuestras correspondientes edades. Reímos.

    La mediadora nos guió por los varios pisos del museo y entonces fue que la encontramos, o quizá, me digo, ella fue la que nos encontró, esperándonos desde su eternidad. Una luz titiló y percibí un vientecillo. Aurora Consurgens nos miraba, muy cómoda y atónita desde su sitial de sacerdotisa y reina del museo. Rodeada por su universo floral de tonalidades pasteles, su mirada verde de ciencia ficción envolvía, tan solo envolvía a quien se dignara en contemplarla. Como en la casa de Luisa Fernanda, quedé deslumbrada y la misma sensación de profundidad se produjo en mi garganta, pues supe de inmediato que se trataba del pincel de María La Placa, antes de que la guía confirmase mi implacable y (¿femenina?)intuición.

    ‘Ella tiene la energía de su creadora’, explicó Daniel, señalando a Aurora y enseguida la guía nos contó la leyenda urbana: que la pintura había estado guardada en el depósito durante mucho tiempo porque en las noches, Aurora solía salir a pasear por las calles y en particular sobre los tejados de las casas alteñas. Su rojo pelo al viento y su vestido estampado con rosas de un jardín antiguo eran inconfundibles: era ella. Asustados, los vecinos habían solicitado al director, don Antonio Paredes Candia que, por favor, encerrase a su musa. De esa manera, Aurora estuvo guardada por algún tiempo hasta que fue nuevamente expuesta.

    Daniel acercó las manos a la pintura, pues según la zona, se dice que Aurora exhala un vientecillo, a veces helado, a veces tibio. ‘Ese cabello, ¿dónde vi ese cabello rojo?’, me pregunté, sin poder responderme en ese momento. El punto es que, a su manera, Aurora tuvo que ver con la devolución de mi ajayu. 

    ‘Imagina que Aurora Consurgens te va desencantando mientras llamas a tu ajayu’ sugirió  Daniel.

    Le hice caso. Pasamos por la puerta de aquel hospital que me traía de vuelta un doloroso recuerdo y sin rito alguno me llamé a mí misma: ‘ven, Rosario, ven’. Siete veces, de las que fue testigo mi amigo Daniel.

    ‘Supongo que mis recuerdos ya están curados’, comenté, recordando a Sierva María de Todos los Ángeles, con su cabellera cobriza y creciente aun después de muerta, pero viva en su mundo de El amor y otros demonios. 

    ‘Lo están’, aseveró él. 

    Eso fue todo .

    Muchos años más tarde, en noviembre de 2023, sin conocerme previamente, María La Placa me llamó desde Barcelona. Alguien le había enviado la foto de una o quizá varias páginas de mi última novela De esta noche no te marchas (2021) en la cual yo mencionaba a Aurora, como una protagonista más de la historia. Fue extraño, pero me pareció que no era desconocida para mí, sino que hablaba con una amiga a la que había conocido hacía muchísimos años. Reímos, le conté las aventuras de Aurora paseando por los tejados alteños (algo que ella, por cierto, no sabía) y maravillada por el carácter voluntarioso de su creación, acordamos cosas varias, tales como brindar con un Don Perignon en su Cabinet de la Divination, donde María se dedica-un medallón mágico pendiendo de su cuello- a leer el tarot.

    Le dije que si aquel día no hubiese ido a El Alto no conocería su pintura y que jamás -no es un juego de palabras- me hubiera llamado a mí misma para volver a mí misma, porque eso es justamente recuperar el ajayu: volver uno (a) a su centro, (re) conectar un cable a tierra. 

    Ella venía con una propuesta artística, así que, como en su cuadro titulado Rescate, fue inevitable no montarnos en el caballo de la imaginación para maquinar un proyecto conjunto a ser publicado este 2024.

    ‘Fue Aurora la que nos conectó’, me dijo ese día María, muy seria, sus ojos claros, de ciencia ficción también, brillando.

    ‘Fue Aurora’, repliqué, sin asomo de duda en mi rostro, ‘y también La bella durmiente de El Alto’. ‘Oh sí’, asentí, convencida, como si no hubiese una verdad más temible en mi mundo:  ‘también La bella durmiente de El Alto’. 

    Rosario Barahona Michel en breve

    Es una escritora boliviana. Estudió narrativa en la Universidad Andina Simón Bolívar, la carrera de Historia en la Universidad de San Francisco Xavier de Chuquisaca y la Maestría en Escritura Creativa en Salamanca.

    En los últimos años ha publicado varios trabajos de investigación histórica, y así mismo, literarios.

    Sus temas de investigación se concentran, en general, en los procesos sociales y vida cotidiana del siglo XVIII charqueño. Autora de varios artículos de historia boliviana. Entre éstos: «De Asturias a La Plata: la vida y entorno del doctor Josep de Suero González y Andrade» (2010) trabajo que dio pie a su novela histórica Y en el fondo tu ausencia (La Paz, 2013). 

    En 2012, obtuvo el Premio Nacional de Novela con su obra Y en el fondo tu ausencia (Alfaguara, 2013). 

    Participó de diversas antologías: Sed y sangre. Antología de cuentos de la Guerra del Chaco (La Paz, 2017), El Che, miradas personales (2017), Carne de mi carne, con el relato Yo sé de tu delirio (2018), Mar Fantasma (2018) con su cuento Condenado de la tierra; participó en el libro Cuando ellas cuentan. Narradoras hispánicas de ambas orillas (2019) con un ensayo sobre el cuento El milagro de fray Justo, de la escritora boliviana Adela Zamudio y en Alumbrando los pasajes de la urbe, con su relato titulado Cosas consabidas (2019).

    Sus cuentos Yo sé de tu delirio, y Arroz, canela y leche, fueron publicados, el primero en la antología titulada Vértigo Hoile, (2020) y en Antología de narradoras bolivianas actuales (2021), respectivamente.

    En 2021 publicó su novela De esta noche no te marchas y su artículo El oscuro sol que no desdeña brillar: La imagen de la heroína en el libro Bajo el oscuro sol, de la poetisa Yolanda Bedregal (reedición 50 años) en 2022.

    En 2022, la editorial neoyorquina Pro Latina Press reeditó su novela Y en el fondo tu ausencia. 

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