Viaje febril al invierno
Puño y Letra se complace en presentar un fragmento de la última novela de Guillermo Ruiz Plaza, publicada y presentada hace unos días por la editorial 3600
La carta de Kuznetsov estaba en inglés. Frente a su cama tenía colgados mis tres collages y no podía dejar de mirarlos: cada día los encontraba más hipnóticos y profundos. Antes de morir quería ser retratado por un artista como yo. Un artista puro, alejado del circo mercantil del arte contemporáneo. Estaba dispuesto a pagarme cuatro mil euros por el retrato. Fin de la carta.
Me quedé helado. Pensé otra vez en una broma pesada. Respondí con prudencia que me honraba su pedido, pero que ya no vivía en Barcelona, que la vida me había traído de vuelta a mi país –callé, por no venir a cuento, lo de mi abuela– y que, por tanto, no era la persona idónea. La respuesta no se hizo esperar. Si viene ya mismo, decía Kuznetsov, le pago diez mil euros al contado. Por favor, concluía, no le niegue este favor personal a un enfermo.
No sabía si me halagaba más la oferta generosa o el tono de súplica del viejo coleccionista ruso. Nadie me había pagado jamás diez mil euros por una obra y nadie había solicitado jamás mis servicios como un favor personal. De pronto me sentí importante. Mierda, ruso, ¡si el que me estaba haciendo un favor enorme eras vos!
Traté de negociar el precio de la casa, pero Hades se mostró inflexible. En su fuero interno debía estar riéndose de mí –esta gente prospera porque no tiene escrúpulos–. Yo solo sabía una cosa: necesitaba salir de Miraflores. Más aún, necesitaba salir de Bolivia. Algo en las cartas del viejo dandi, algo que peligrosamente rozaba mi orgullo herido, me había ayudado a encontrar las fuerzas necesarias para resolverme a hacer lo que debía haber hecho desde hacía mucho tiempo.
A Kuznetsov le escribí que aceptaba feliz su oferta, pero que iba a necesitar tiempo. Kuznetsov contestó que tiempo no tenía mucho, justamente, pero que entendía mi situación y que haría lo posible por resistir. Créame, mi amigo artista, quiero ser inmortalizado por usted y lo espero como a la golondrina que anuncia la primavera, remataba con cursilería inaudita.
Después de dos meses de trámites laboriosos que habrían enfermado al mismísimo Kafka, vendí la casa al cervecero mastodonte, que firmó los papeles ante notario con una sonrisa luciferina, y me fui al aeropuerto sin despedirme de nadie, pues no tenía a nadie de quién despedirme. Mientras el avión sobrevolaba las crestas nevadas del Illimani, comprendí, en una revelación repentina, que solo entonces me despedía de mi abuela y de la época más oscura de mi vida, y también, que ya nada me ataba a mi país. Por primera vez en mucho tiempo me asaltó un entusiasmo vertiginoso, como si la azafata me hubiera puesto una pastilla alegre en la Coca-Cola.
Barcelona. ¿Quién había dicho que no se extraña los lugares, sino los tiempos vividos?, ¿que no es posible volver a ningún sitio pues los lugares, al igual que los días, no son más que vestigios de un incendio invisible? Como quien regresa a una casa donde ha sido feliz y lo recibe, más insidioso y dañino que la destrucción, el soplo helado del cambio irreparable, era incapaz de definir qué era lo que había cambiado en la ciudad. Parecía haberse multiplicado el número de turistas y se había degradado el aspecto del Barrio Gótico y el Born, y los balcones de la Barceloneta se habían llenado de pancartas de impotencia vecinal ante esta invasión avasalladora que encarecía los departamentos y expulsaba de sus casas a quienes habitaban la zona desde hacía varias generaciones. Y las playas, de tan concurridas, se habían quedado sin arena ni aire, y los bares se habían convertido en las guaridas de hooligans que acababan vomitando en la puerta o cagando en las esquinas, y habían empezado a organizarse grupos de nativos que rompían bicicletas alquiladas o pintarrajeaban paredes y autobuses con mensajes hostiles: Tourist, go home. Pero tal vez Barcelona siempre había sido así. Tal vez, cinco años atrás, demasiado ocupado en las subidas y bajadas y curvas trepidantes de mi vida afortunada, no había tenido la ocasión de reparar en ello.
Había llegado a Barcelona con una ilusión y, al día siguiente del aterrizaje, presa de un ligero jetlag que se parecía a la felicidad, la mochila al hombro y la camisa empapada de sudor, me encaminé al lujoso barrio de Sarrià-Saint Gervasi. No había estado nunca en esas calles limpias bordeadas de casas grandes y árboles frondosos. De tanto en tanto, tras las rejas de hierro forjado, se entreveía las aguas azules de una piscina o el brillo encerado de un Mercedes Benz. La casona estaba en lo alto de una cuesta y desde ahí dominaba el barrio con sus paredes blanquísimas, sus balcones espaciosos y sus persianas granate. Mientras subía la cuesta, me imaginé a mí mismo en uno de esos balcones, de pie frente al viejo dandi, trabajando sin tregua en el lienzo, la brisa del verano secándome el sudor de la cara. Luego me imaginé rodeado de hombres y mujeres de mundo en el elegante salón del ruso, brindando frente al retrato ya acabado. Un retrato que sería el principio de una larga serie de cuadros, de una nueva época en mi obra largamente interrumpida.
Definitivamente, el destino me sonreía por primera vez en mucho tiempo.
Me abrió un rubio pálido y ojeroso con la ropa arrugada y un vaso de vodka en la mano, y este detalle me recordó a Goran, el terrible ucraniano que, cinco años antes, le había hablado de mí al viejo coleccionista. El que me abrió rondaba los treinta años y me pregunté si no sería el hijo de Kuznetsov. Traté de explicarle la razón de mi presencia, pero fue en vano. Negaba tercamente con el ceño fruncido y hacía gestos desdeñosos, como cuando se espanta a un perro. En un último intento, repetí alto y fuerte el nombre del viejo dandi. Entonces el hombre me miró con intensidad, se llevó la mano a la sien e hizo el ademán de pegarse un tiro con una pistola imaginaria. Luego, con una tristeza palpable, dijo algo en ruso y cerró la puerta.