Una lectura de 'Los años del puma', de Laura Coleman, publicado en Bolivia por la editorial El Cuervo Literatura

Laura Coleman llegó a Ambue Ari, un refugio para animales rescatados, en 2007.

'Los años del puma', de Laura Coleman 'Los años del puma', de Laura Coleman

Pablo Barriga
Puño y Letra / 02/10/2024 04:14

Laura Coleman llegó a Ambue Ari, un refugio para animales rescatados, en 2007. Tenía 24 años y había llegado por azar, porque se había quedado varada en un pueblo de la selva boliviana esperando un barco que nunca llegó. Llevaba unos meses viajando como mochilera porque no sabía qué hacer con su vida y se sentía perdida, la vida de la pequeña burguesía inglesa la dejaba profundamente insatisfecha. Antes de que pudiera recuperarse del miedo que le causaba la selva, las instalaciones semi derruidas, los insectos y los voluntarios medio harapientos – que parecían el escenario de una “novela de ciencia ficción barata en la que sabes que todo el mundo está condenado”, le fue asignado el cuidado de un puma hembra, Wayra, uno de los varios “gatos grandes” que vivían en aquel entonces en el refugio. Pasar tiempo con Wayra y vivir en Ambue Ari redefinió su comprensión de la vida. “Ahora, por primera vez en mucho tiempo, con el sonido de la respiración constante de Wayra y el asentamiento de los latidos de la selva a mi alrededor, me siento como si no pesara nada”, escribe, y se pregunta “¿Cómo me perdí esto por tantos años?”.  Después de su primera estadía de seis meses, Coleman volvió a Ambue Ari para quedarse dos años, y, a partir de ahí, regresó con frecuencia, hasta llegar a coordinar el centro y fundar una organización en Inglaterra destinada a reunir dinero para CIWY, la organización de la que Ambue Ari forma parte.

Los años del puma (El Cuervo, 2024) narra esos años. En medio de una selva exuberante que está siendo arrasada para ampliar la frontera agrícola, por la minería o la tala de árboles – la máquina que alimenta la aceleración del sistema capitalista – un grupo de voluntarios bolivianos y extranjeros, extenuados emocional y físicamente, trabaja en condiciones súper precarias con animales en la mayoría de los casos traumatizados.  Y, sin embargo, para los voluntarios que se quedan en el santuario, Ambue Ari es el paraíso, por el que han dejado sus trabajos convencionales y sus familias; no hay nada en el mundo que tenga más sentido que cuidar a estos pumas, jaguares, ocelotes, monos aulladores, avestruces, guacamayos, tucanes, y un tejón, entre otros, que no pueden valerse por sí mismos. Cuando un voluntario antiguo se va – como el caso de Laura – es porque ya no soporta seguir siendo testigo de tanta destrucción.

Aunque la narradora es el personaje principal de esta memoria, y es a través de ella que vemos y escuchamos a los voluntarios y los animales, tiene el cuidado de no centrarse demasiado en sí misma y, por el contrario, establece constantemente relaciones con las plantas, los animales y los otros seres humanos que la rodean. No es casual que al final del libro Coleman hable de la teoría de la bolsa de ficción de Ursula K. LeGuin.  Es a través de ella que vemos y escuchamos a estos seres, pero tenemos la impresión de una gran generosidad u hospitalidad con lo otro. Los años del puma es, así, un relato colectivo: entre muchos otros, uno no olvida a Harry, el voluntario que ha dejado su vida en Australia por cuidar al jaguar Ru; a Mila y Agustino, quienes dirigen el parque; a los monos aulladores Coco y Faustino, que aman las tetas de las voluntarias; al guacamayo Lorenzo que está aprendiendo a volar; uno no olvida a los bibosis, a los monos capuchinos, a las lagunas, a los bambúes, los patujúes; y sobre todo, no olvida, a Wayra, la hembra puma que había sido secuestrada cuando era cachorra y había sido criada como mascota, que no había aprendido a cazar ni a desconafiar de los humanos y que – al menos desde el lado humano – parece que no sabe cómo lidiar con su frustración.

Las descripciones de la selva, de los animales y de los humanos son de una precisión y detalle exquisitos y parecen provenir de alguien que, marcada por una experiencia intensa, ha sabido prestar una atención radical a lo que la rodea y a cómo va transformándose. Así, el pelaje de Wayra “no es gris, ni blanco, ni leonado, ni plateado” sino que es “todo ello, graduado en diferentes colores” y “da la impresión de que cambia de color a medida que cambia la luz”. La barba de Harry, uno de los voluntarios, “se le enrosca en los bordes de los labios, con las puntas desgreñadas” y “la punta de su cigarrillo brilla mientras voltea la cabeza”.   Hay árboles gigantes “con la piel desprendiéndose en ríos de bronce” y plantas que tienen hojas “como paletas lacadas, verde Viridiana en la parte superior, lima donde le da el sol”. El cielo en las noches es “un océano que explota de fosforescencia”. Al mismo tiempo, los bambúes parecen “cortinas salidas de cámaras de tortura medievales” y “la maleza es tortuosamente afilada, el aire oscuro y plagado de bichos.”.

Una sensación de gran vulnerabilidad atraviesa toda la narración. Como le explica Mila a Laura, los animales son cebollas: cuando por fin se les logra quitar una capa de ansiedad, hay otra debajo, luego otra, y otra más. Por su parte, los voluntarios “no son diferentes de ninguno de los animales aquí, porque todos estamos estropeados y rotos a nuestra manera”.  Quizá es por esto por lo que muy pronto estamos interesados por el destino de estos personajes y la tensión narrativa – supongo que puedo usar este término – se mantiene a lo largo de las tres partes del libro. A cada página, sólo queremos saber qué pasará a continuación: ¿se quedará Laura en Ambue Ari? ¿va a lastimar Harry los sentimientos de Laura? ¿El incendió arrasará con el santuario? ¿Qué pasará con Wayra? ¿Disfrutará de su nuevo hogar? ¿Soportará tanta devastación a su alrededor el parque? –  esta última pregunta queda abierta y les quita el sueño a los voluntarios.

Si la tensión narrativa se mantiene es también porque Coleman es capaz de narrar tanto largos periodos de tiempo como instantes, combinando ambas modalidades rítmicamente, guiando nuestra percepción del tiempo. Así, por ejemplo, los primeros días de Laura en el parque, llenos de descubrimientos, son narrados en alrededor de setenta páginas, mientras que los meses en que Laura se acostumbra al lugar y a sus rutinas con Wayra es narrada en unas cuantas, como una secuencia de montaje cinematográfica, una sucesión de acciones suaves que va dándole forma a una nueva vida.

En las secciones más ensayísticas del libro, que aparecen incrustadas en el texto narrativo por aquí y por allá, Coleman insiste en señalar que la destrucción de la selva no puede comprenderse sino como parte del sistema mundo capitalista, lo que la separa de tanto ecologista banal que desea penalizar a los actores locales más débiles – en especial al campesinado – por la destrucción de la Amazonía. A ratos, eso sí, se extraña un mayor esfuerzo de comprensión del país donde está localizada esta historia. Cuando hemos terminado de leer el libro, no tenemos idea de qué pueblos habitaron o habitaban la zona de Ambue Ari, ni de qué espíritus animan la selva.  Es llamativo que nadie le haya hecho notar a la autora que el idioma predominante en el altiplano no es el quechua sino el aymara o que le hayan señalado que resumir la crisis del 2019 como un conflicto entre collas y cambas es una simplificación inaceptable. Pero bueno, quizá es demasiado pedirle este tipo de precisiones a una escritora extranjera que ha estado muy ocupada en tareas durísimas como darle de comer a jaguares y pumas o luchar contra un incendio en primera línea para salvar animales, por quien sobre todo siento admiración.

Una nota más. Como la gran mayoría de los libros de El Cuervo, Los años del puma es un objeto bello, realizado con cuidado, desde la tapa, donde aparece retratada Wayra, pasando por la diagramación y la revisión del texto. Son un gran detalle las huellas de patas de felino que, en lugar de asteriscos, separan las escenas. La traducción de Adhemar Manjón consigue que olvidemos que la versión original ha sido escrita en inglés, y los que nos hemos dedicado a la traducción sabemos lo difícil que es eso. Hay inconsistencias como que al principio del libro se utiliza “defecar” y “trasero” y hacia el final del libro se los reemplaza por “cagar” y “culo”, pero son menores en un libro como éste.

He hecho lo posible por que esta reseña no sea, digamos, temática, pero es obvio que Los años del puma nos pone a pensar en la destrucción del mundo natural y en la relación entre humanos, animales y plantas, que nos sobrepasa. Los que quieran teorizar, van a encontrar material más que suficiente. Yo me quedo con la pregunta de qué tanto podremos los humanos – los que resisten, al menos – inventar nuevas formas de relacionamiento con estos seres con los que llevamos tanto tiempo compartiendo historia. Cuando está muy triste, Coleman recuerda “que los límites de nuestros mundos pueden ampliarse”.  Quizá ahí resida la mayor relevancia política de este libro, al menos para mí: en mantener viva y alimentar nuestra imaginación política en un momento de desolación.

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