El poemario de Jaime Mendoza
Este viernes pasado se presentó en Sucre, Voces de Antaño, de Jaime Mendoza. El poemario ha sido reeditado por Plural Editores, después de 86 años de su publicación original.
Más conocido y reconocido –aunque quizás no lo suficiente– por sus novelas y sus ensayos geopolíticos y sociológicos, y algo menos recordado por sus aportes pioneros a la psiquiatría y la medicina legal en Bolivia, Jaime Mendoza era también, y acaso ante todo, poeta, artista y músico, tanto compositor como intérprete de varios instrumentos.
Quienes lo trataron –y su biografía así lo atestigua– refieren que tenía una personalidad multifacética, inquieta, incansable y altamente sensible, diríase ahora; lo que impregna toda su escritura, donde encontramos a un hombre capaz de conmoverse hondamente ante las piedras, la lluvia, la nieve, la montaña, los árboles y los animales, así como, en especial, ante el dolor y el enigma irresuelto del destino humano.
Si su narrativa, de un realismo telúrico modelado e incluso determinado por el paisaje –pienso en la selva de Página bárbaras, publicada siete años antes que La Vorágine de José Eustasio Rivera, o en el viento de En las tierras del Potosí–, acusa recibo de esa sensibilidad a la vez cósmica y próxima, es en su poesía donde ella se manifiesta de forma prístina.
El alma de Mendoza está desnuda en los versos de Voces de antaño, único libro de poesía que publicó, salido a luz en 1938 –pocos meses antes del fallecimiento del autor–, a instancias y bajo el cuidado editorial de su hijo Gunnar, historiador y archivista hoy tan recordado, que por entonces tenía apenas 23 años y una pluma notable, como se puede apreciar en el Prólogo a aquella edición, firmado con seudónimo.
Voces de antaño, que –en diálogo con otros descendientes de mi bisabuelo Jaime– quise reeditar porque su calidad y singularidad merecían nuevos lectores, pero era inencontrable y había merecido muy pocas reseñas durante ocho décadas, por desdicha no reúne toda la poesía del autor; muchos de sus poemas permanecen inéditos o dispersos en antiguos libros y revistas, ahora conservados en el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, de donde esperamos poder reproducirlos algún día en otra publicación.
Mientras tanto, junto a Plural Editores acercamos este libro –86 años después de su aparición y 150 tras el nacimiento del poeta–, a quienes quieran adentrarse en sus páginas, donde hemos respetado la grafía y ortografía de la época, así como algunas licencias poéticas ya clásicas.
Esta última palabra: clásica, es quizá la que mejor puede definir ahora la poesía de Jaime Mendoza, así como clásicos son los temas que aborda en sus poemas, vertidos en las formas de antaño mas, a la vez, tan actuales hogaño como lo fueron cuando los escribió. Ya lo dirán la lectora y el lector.
UN POEMA DE JAIME MENDOZA
Sucre, en una noche de luna
Dormida está la ciudad
y en medio cielo la luna
boga apacible cual una
barquilla en la inmensidad.
La atmósfera transparente
parece un cristal. La noche
ya no es noche, es un derroche
de luz en todo el ambiente.
La plaza está sola; el viento
inmóvil; entre el follaje
se divisa el balconaje
de las casas, soñoliento.
Allá miro el campanario
de la vieja Catedral
con no sé qué de espectral
en su aspecto legendario.
Las calles están desiertas:
nadie, nadie. Sólo el alma
de la luna. ¡Cuánta calma!
Las calles parecen muertas.
Encima de las techumbres
y bajo la Cruz del Sur
dibujan en el azur
los rojos cerros sus cumbres.
Esos cerros me parecen
dos gigantescos guardianes
que están de pie ante los manes
de mis padres. Me entristecen.
Cerros míos, ¡qué gran mar
de las cosas que se han ido
vosotros habéis sentido
a vuestras plantas pasar!
Y todavía, ahora mismo
¿no estáis viendo ¡oh, sortilegio!
el antiguo cuadro regio?
¡Oh, qué bello anacronismo!
Es la ciudad colonial:
la docta, noble y togada;
la ciudad privilegiada,
la ciudad arzobispal.
Es Chuquisaca. ¡Oh, fortuna,
ved aún cómo se destaca
esta antigua Chuquisaca
en una noche de luna!
Brillan cual sumisa grey
sus torres alabastrinas,
sus bóvedas bizantinas
sus obeliscos del Rey.
Brillan altos y vistosos
sus balcones medievales
y entre rejas y cristales
sus claveles milagrosos.
Brillan sus mismas veredas
con sus pedruscos plomizos,
sus aleros voladizos
y sus claras fuentes ledas
Todo igual o casi igual
al tiempo de San Alberto
y todo como cubierto
por un inmenso fanal.
Suenan las doce en la torre
de la vieja Catedral
y ese grito de metal
solemne en el aire corre.
Absorto alzo la cabeza
y allí callados y fríos
contemplo a los cerros míos
mirándome con tristeza.
¡Oh, cerros de mi querida
ciudad! ¡Oh, cerros de Charcas
que os alzáis cual dos patriarcas
junto a su prole dormida!
¡Cerros, sed buenos augures,
sed siempre los protectores
del pueblo de mis mayores,
del pueblo de Pedro Anzúrez!