MEMORIA Y SILENCIO (Javier Mendoza 1944-2024)

El escritor chuquisaqueño, desde España, escribe una memòria del intelectual Javier Mendoza, autor de La mesa coja y de El espejo aimiara

El escritor chuquisaqueño, desde España, escribe una memòria del intelectual Javier Mendoza, autor de La mesa coja y de El espejo aimiara El escritor chuquisaqueño, desde España, escribe una memòria del intelectual Javier Mendoza, autor de La mesa coja y de El espejo aimiara

Raúl Teixidó
Puño y Letra / 25/02/2025 03:35

Colegio Sagrado Corazón.

Bachillerato, promoción 1961.

Como era de prever, la mayoría de sus componentes (los Andrade, Argandoña, Briançon, Carranza, Márquez, Moscoso, Querejazu, Urioste, Ybarnegaray, etc.)

se convirtieron en profesionales competentes y útiles a la sociedad.

Javier Mendoza, estudiante destacado, como todos ellos, efectuó un personalísimo recorrido que le consagraría como antropólogo e investigador de nivel excepcional.

Estrechamos nuestra amistad a lo largo de los últimos dos cursos de bachillerato, atraídos por la gran literatura, de la que disfrutábamos, a medida que las buenas obras llegaban a nuestras manos.

Nuestras entusiastas conversaciones tenían lugar en el parque Bolívar, próximo a su domicilio, donde solíamos encontrarnos, a menudo casualmente.

Un día, Javier me dijo que la Biblioteca y Archivo Nacional –de la que Gunnar Mendoza, su padre, era director-- poseía la casi totalidad de la Colección Austral, de Espasa-Calpe (la mayor aportación editorial al mundo de habla hispana por parte de Espasa, además de su famoso diccionario).

Volúmenes en formato bolsillo, familiares para miles de lectora de todo el continente, inconfundibles por su diseño gráfico y el color de su tapa, que correspondía a los diversos géneros de su amplísimo catálogo (historia, biografía, ensayo, teatro, poesía, narrativa) y que incluían, a modo de apéndice, los últimos cien o ciento cincuenta títulos publicados, entre los que seleccionaba los que me interesaban, para luego tomarlos en préstamo gracias a Javier, voluntarioso suministrador de maravillas  quien, a su vez, contribuyó a diversificar mis preferencias con aportes procedentes de su propia biblioteca (v.gr. Victoria o la novela de una isla (Joseph Conrad), Barrabás (Pär Lagerkvist), Mientras agonizo (William Faulkner), escritores que recibirían el premio Nobel en la década de los 50.

Concluidos los «fastos promocionales», cada uno emprendió su propio camino.

Javier se fue a los Estados Unidos.

Allí viviría «en directo» algunos acontecimientos que sacudieron la conciencia de la nación y marcaron época: la crisis de los misiles de Cuba, el asesinato de John F. Kennedy o la guerra del Vietnam.

Mutatis mutandis, algunos años después, durante su permanencia en París, Javier fue, asimismo, testigo de un suceso no menos «noticiable»: la revolución pequeño-burguesa de mayo del 68 que, a la distancia, se percibió como un descomunal chute de hedonismo y anarquía que hizo tabula rasa de la autoridad (padres de família y profesores)  y del «viejo orden», en general, para desencanto de una generación apeada de su hasta entonces vigente protagonismo social.

Javier, observador desapasionado, moderadamente escéptico, carecía del cinismo y la arrogancia de que suelen adolecer incluso grandes pensadores. Su opinión respecto a este y otros acontecimientos estrictamente «contemporáneos» que le tocó vivir, debió de ser digna de tenerse en cuenta. Afortunados los colegas y amigos que se beneficiaron de su sabiduría.

Ignoro cuánto tiempo vivió Javier en Europa... y también cuáles fueron sus próximos (y exitosos) pasos durante un período comprendido entre los años setenta y el final de siglo (equivalente a casi la mitad de una vida). Es de suponer que incrementó notablemente su experiencia y conocimientos, a tiempo que desarrollaba al máximo todas sus capacidades.

Iniciado ya el nuevo milenio, durante una breve estancia en La Paz, pude comprobar que aquel lejano y casi fantasmagórico compañero de aula había empezado a dejar su impronta en el panorama cultural de nuestro país, como autor de un ensayo relativo a la fundación de la república de Bolivia, objeto de enconadas polémicas,  curiosamente titulado La mesa coja.

Que antecedió a la publicación de El espejo aimara (Plural, 2010), estudio en profundidad de la lengua y la cultura de dicha etnia, una de las más antiguas del continente americano, y de su peculiar cosmogonía.

Para culminar su proyecto, Javier había vivido,  a lo largo de más de dos décadas, en el seno de una comunidad aimara, en estrecho contacto con la «materia» de su estudio, con un celo digno de Lévi-Strauss o Margaret Mead. Una labor científico-social, la suya, que superaría todas las aproximaciones realizadas hasta la fecha dentro de ese campo.

En octubre del 2023, a mi paso por Sucre, fui a visitar a una antigua amiga, Matilde Casazola, poeta y cantautora multipremiada, afortunadamente aún en activo.

Cuando indagué el paradero de Javier, obtuve una respuesta del todo inesperada: aquel --para mí casi legendario «habitante de las alturas»-- había dejado de serlo,  a causa de una insuficiencia respiratoria, viéndose en la necesidad, «por prescripcón facultativa», de cambiar su lugar de residencia a orillas del lago Titicaca por uno situado a mucha menor altura. Lo ideal, según el criterio del especialista, hubiera sido  que su paciente residiera, en adelante, a cuatrocientos o quinientos metros de altura sobre el nivel del mar, pero Javier había optado por retornar a Sucre, su ciudad natal, en la que poseía vivienda propia.

Me costó asimilar la buena noticia. ¡Habían transcurrido sesenta años desde la última vez que nos vimos!

Seis décadas a las que, sin sonrojo, Javier agregó un año más: en su biblioteca había encontrado un ejemplar de El viejo y el mar, de Hemingway (editorial Guillermo Kraft, Buenos Aires),  que le obsequié en 1962, según constaba en la dedicatoria. Que sean sesenta y uno, entonces, asentí resignadamente.

Entusiasmados por el reencuentro, durante las varias visitas que le hice, mantuvimos erráticas y deshilachadas conversaciones, fiándolo todo al inmediato futuro: pronto, yo retornaría a Sucre y ambos dispondríamos del tiempo que hiciera falta para redimirnos de un larguísimo interregno de recíproca desinformación.

Volver a vernos fue una experiencia gratificante, placentera... y, sin embargo,  fugaz, como un destello.

Al cabo de apenas tres meses, contra todo pronóstico, la salud de Javier empeoró, y los acontecimientos se precipitaron.

Desde el 17 de marzo del 2024 –para Sucre, el país, y todos los que le profesaban afecto y admiración-- Javier Mendoza ya es solo memoria y silencio.

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