Mario Vargas Llosa, la muerte del maestro

El fanatismo ideológico ha impulsado el menosprecio hacia su figura, aplicándole la odiosa cultura de la cancelación. Se olvida que la obra de arte es autónoma.

Mario Vargas Llosa, la muerte del maestro Mario Vargas Llosa, la muerte del maestro

Rafael Narbona
Puño y Letra / 24/04/2025 03:54

La muerte de Mario Vargas Llosa me sorprende poco después de salir del hospital tras una angiografía coronaria que determinó la necesidad de colocarme cuatro stent. Mi corazón corría el riesgo de sufrir un infarto por culpa de graves obstrucciones. Después de algo así, es inevitable pensar en la fragilidad de la vida y en nuestra condición de seres finitos. 

En varias ocasiones, Vargas Llosa manifestó que no temía a la muerte. Agnóstico, no albergaba la esperanza de una existencia sobrenatural, pero no descartaba la posibilidad de que Dios existiera. La desaparición del Nobel peruano nos priva de uno de los últimos clásicos de la lengua castellana. 

Su obra está plagada de obras maestras. Entre ellas, despuntan La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la Catedral, La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo. Solo una de estas novelas le habría garantizado un lugar destacado en la posteridad.

El fanatismo ideológico ha impulsado el menosprecio hacia su figura y ha pretendido aplicarle la odiosa cultura de la cancelación, que ya planea sobre autores como Céline, Cela, Agustín de Foxá, D’Annunzio, Nabokov, Jünger o incluso Antonio Machado, Gil de Biedma y Cormac McCarthy. 

Se olvida que la obra de arte es autónoma. El juicio a que se somete no debe estar contaminado por la vida privada de su creador. Personalmente, no me agrada que Vargas Llosa alabara a Margaret Thatcher, Esperanza Aguirre o Milei, pero eso no me impide proclamar su gran talla como escritor o celebrar su exquisita humanidad.

No compartir sus opiniones políticas no oscurece el placer que me proporcionan sus obras. De hecho, es uno de los autores que me ha acompañado desde la adolescencia y le debo muchas horas de felicidad.

El azar es aficionado a las simetrías. Poco antes de morir, mantuve tres largas conversaciones telefónicas con Javier Marías. Una de ellas fue una extensa entrevista que se publicó en estas páginas. Nunca llegamos a hablar en persona. Marías se hallaba convaleciente de una operación de espalda y sus pulmones comenzaban a crearle problemas por sus hábitos de fumador empedernido. Siempre posponía nuestro encuentro. “Cuando esté mejor”, repetía.

El covid-19 malogró definitivamente la expectativa de un paseo por el centro de Madrid y un café compartido en la Plaza de Oriente. Con Mario Vargas Llosa no tuve más suerte. A finales de septiembre de 2020 le envié un mensaje a su secretaria, solicitándole una entrevista. No tenía muchas esperanzas de que me la concediera, pues se hallaba muy solicitado.

Adjuntaba con la petición uno de los artículos que había escrito sobre él en mi blog Entreclásicos, “La vida privada de Vargas Llosa”. En esa nota sostenía que la vida privada de un autor estaba en sus libros y no en sus peripecias domésticas y sentimentales. 

Al Nobel peruano le gustó el texto y accedió a hablar conmigo durante una hora, pero, ¡ay!, el coronavirus ya circulaba por todas partes y su edad le prohibía correr riesgos innecesarios. La entrevista, por tanto, se celebró mediante videoconferencia.

Nuestra conversación tuvo lugar a finales de noviembre. Hablamos de literatura, política, religión, cine, cómic. Puede verse en Youtube y creo que los dos nos mostramos cómodos y relajados. Para mí, el encuentro representó la culminación de un viejo anhelo. 

A los dieciséis años, descubrí la literatura con Crimen y castigo, de Dostoievski. No fue la primera novela que leí, pero sí la primera que me hizo saber que la lectura no era solo entretenimiento, sino una vivencia transformadora e iluminadora. Poco después, me topé con La ciudad y los perros en un legendario puesto callejero. 

En la esquina de la calle Altamirano y Princesa, Manolo, un viejo librero, vendía libros de segunda mano y me llamó la atención una portada con una imagen de dos perros gruñéndose. Conocía a Vargas Llosa, pero aún no me había sumergido en su literatura. La ciudad y los perros me deslumbró desde la primera página.

No me costó trabajo identificarme con los cadetes del Leoncio Prado, pues yo estudiaba en un colegio de padres reparadores situado en el centro de Madrid, donde reinaban la violencia y la intolerancia. Los profesores pegaban a los alumnos y los alumnos se pegaban entre sí durante los recreos o a la salida de clase.

La rivalidad entre dos secciones de adolescentes, casi niños, desató durante un curso unas batallas campales que aún recuerdo. Peleas en los baños, persecuciones en la calle, emboscadas que desembocaban en palizas. Esa experiencia me reveló que la maldad no es un instinto innato, sino una perversión inculcada por una sociedad corrompida. 

La España del franquismo terminal y de la Transición, con la violencia de ETA y los grupos de ultraderecha, contaminaba todos los aspectos de la vida social. Las reyertas que se producían en mi colegio solo eran el reflejo del autoritarismo y el machismo imperantes.

Vargas Llosa transmitía el mismo mensaje en La ciudad y los perros, con sus personajes profundamente humanos: el Poeta, el Esclavo, el Jaguar, el Boa. Cada uno encarnaba las distintas patologías del Perú: clasismo, resignación fatalista, matonismo, embrutecimiento.

Aún conservo el ejemplar que compré entonces y me asombra que sea la obra de un escritor de veintiséis años. La arquitectura de la novela es perfecta. Su precisión es digna de un reloj suizo, una de las cosas más bonitas que existen, según Howard Hawks en Río Rojo.

La prosa, poderosamente influida por las técnicas narrativas de Faulkner y Joyce, actúa como un taladro que saca a la luz el mundo interior de los personajes. El desenlace, quizás un poco folletinesco, dignifica un género menospreciado. ¿Acaso la vida no está llena de pasmosas simetrías?

Después de La ciudad y los perros, leí La casa verde. Me pareció una obra densa, poética, intensa y profundamente introspectiva. Vargas Llosa se adentró en la selva para denunciar los agravios sufridos por la población indígena y logró crear un clima similar al de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, una novela que admiraba y que analizó en varios artículos donde se ponía de manifiesto otra de sus grandes virtudes: su agudeza como crítico literario. 

Historia de un deicidio, su ensayo sobre la obra de García Márquez, La orgía perpetua, una lúcida disección sobre la literatura de Flaubert, y su Carta de batalla por Tirant lo Blanc, una feliz reivindicación de la novela de caballerías, son grandes hitos de la crítica literaria.

Al igual que en La verdad de las mentiras, otro magnífico ensayo que aborda grandes clásicos como La muerte en Venecia, El poder y la gloria, Santuario o La casa de las bellas durmientes, Vargas Llosa sostiene que el escritor es un demiurgo.

No se limita a recrear la realidad: la ensancha, creando una vasta red de vasos comunicantes, que se enriquecen con la intertextualidad, esa palabra tan fea que pretende sintetizar el gran hallazgo de T. S. Eliot en La tierra baldía: poner en contacto textos de distintas épocas, trascendiendo el riesgo del plagio mediante conexiones inteligentes, cortocircuitos inesperados, asombrosas piruetas y chispeantes interludios.

Conversación en la Catedral es la obra más ambiciosa de Vargas Llosa y, sin duda, la más perfecta. Precisa radiografía del Perú sometido por el general Manuel Odría, Zavalita, el protagonista, escoge el fracaso como la opción más ética en un albañal que ahoga cualquier gesto de honradez o dignidad.

Es la última novela donde Vargas Llosa utiliza las innovaciones aportadas por Faulkner, Dos Passos, Ford Madox Ford, Musil, Joyce, Virginia Woolf y otros grandes renovadores de la novela. No menciono a Proust, porque al escritor peruano le extenuaba la lectura de En busca del tiempo perdido.

Nunca fue un modelo para él, pero lo cierto es que en Conversación en la Catedral sí se aprecia ese intento de recuperar el tiempo perdido. Su escritura recrea e inmortaliza una época, mostrando cómo se “jode” un país por culpa de la corrupción. 

Al margen de la denuncia política, Vargas Llosa desciende a las catacumbas del espíritu humano. Admirador de Georges Bataille, sostiene que la transgresión es uno de los recursos de nuestra mente para soportar el corsé de la civilización. Hemos renunciado al instinto para vivir en sociedad, pero el instinto nunca ha dejado de demandar nuestra atención, exigiendo que materialicemos de un modo u otro sus fantasías.

Eso sí, llevarlas a la realidad constituye un gravísimo riesgo, pues en el gabinete de Sade no resplandece la vida, sino la muerte. Por eso es tan importante la ficción. Gracias a la imaginación, podemos transgredir sin destruir nuestra vida ni la de los demás.

Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto son un ejemplo de esa posibilidad. Firme partidario de la libertad, Vargas Llosa pensaba que la literatura no debía estar sujeta a censuras o barreras. No sé qué habría opinado sobre El odio, de Luisgé Martín, pero presumo que la polémica le habría obligado a revisar sus planteamientos.

Siento un especial aprecio por La guerra del fin del mundo, una novela con un espíritu similar al de Guerra y paz, de Lev Tolstoi. En ambos casos, se busca la obra total y coral sobre las miserias de la guerra y las paradojas de la paz. Se trata de dos sinfonías que seducen y abruman en la misma medida, combinando la ferocidad y la ternura. 

La fiesta del chivo desplaza el centro de gravedad, fijando su atención en el dictador Leónidas Trujillo, que ponía a prueba la fidelidad de sus colaboradores, exigiéndoles yacer con sus hijas adolescentes. Ágil, conmovedora y sobrecogedora, La fiesta del chivo no fue el canto del cisne de Vargas Llosa, pero sus obras posteriores no lograron el mismo nivel de excelencia.

Solo destacaría El sueño del celta, un brillante alegato anticolonialista protagonizado por la carismática figura de Roger Casement. Sería injusto no mencionar El pez en el agua, unas excelentes memorias que se interrumpen poco después de la fallida campaña por la presidencia del Perú. No son literatura del yo, pero lo cierto es que Vargas Llosa extrae literatura de alta calidad de su peripecia personal.

Por último, ¿cómo no hablar de su vasta obra periodística o de sus ensayos sobre Borges? Algunos de sus artículos me irritaron, especialmente el que comparó a Esperanza Aguirre con Juana de Arco, pero otros siguen deslumbrándome, como su elogio de Nelson Mandela, su retrato de André Malraux —junto con Sartre, su modelo de juventud— o su semblanza del aciago seductor Pierre Drieu la Rochelle, escritor francés que colaboró con los nazis. 

Medio siglo con Borges no merece ser pasado por alto. La peculiar relación entre el extrovertido Vargas Llosa y el tímido Borges inspiró una obra deliciosa. Es uno de los tres libros que su autor me dedicó y que enriquecen mi biblioteca.

Nunca llegué a estrechar la mano de Vargas Llosa. El coronavirus me lo impidió y, en otras ocasiones, la timidez no me dejó acercarme a él. Se repite la historia que viví con Javier Marías, al que tampoco pude estrechar la mano. Ambos eran descreídos y escépticos, pero yo comparto la esperanza paulina que exaltó José Lezama Lima.

La presencia del bien y la belleza son la prueba de que el cosmos no procede del azar, sino de una voluntad libre e inteligente que preserva de la destrucción todo lo que merece perdurar. Solo somos un momento en la vida de ese misterio que apenas comprendemos y que simplificamos con la palabra Dios, un pobre recurso lingüístico que rebaja lo sagrado al orden de los entes.

Todos somos demiurgos. Todos ensanchamos la realidad con nuestras vivencias. Algunos de forma superlativa, como Vargas Llosa y Javier Marías. Todos estamos llamados a la vida. La muerte pone fin a nuestro paso por el mundo, pero la historia continúa. 

Vargas Llosa dejó dispuesto que se le incinerara, pero yo no creo que ese puñado de cenizas constituya el epílogo de su existencia. El misterio de la vida absorberá su fructífera trayectoria, incorporándola a una plenitud que solo podemos intuir. Como escribió María Zambrano en El hombre y lo divino, la vida y la muerte son “simples momentos de un amor que renace siempre de sí mismo”. Adiós, maestro.

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