Las encíclicas del nuevo humanismo que dejó el Papa Francisco
El pontífice escribió cuatro textos clave para explicar su teología que referían a la fe, la misericordia, la fraternidad, el amor y un ideal de justicia alejado de la violencia
El Papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio, “el Papa que vino del fin del mundo”, fue el primer Santo Padre jesuita y latinoamericano. Para todos los mortales llega el instante final. Y la partida es el tiempo para pensar en el legado teológico y filosófico de un pontífice.
Francisco encarnó un humanismo del desprendimiento y la austeridad, inspirado en quien le dio su nombre papal: Francisco de Asís, el monje medieval de la espiritualidad inmensa, de la humildad, de la renuncia a los bienes mundanos y el amor a todos los seres vivos.
El humano rebosa una dignitas infinita, noción humanista cristiana que Francisco acompañó en la Declaración Dignitas infinita sobre la dignidad humana. La dignidad existe en todo momento de una persona, más allá de sus circunstancias. La dignidad de la persona es inalienable, y merecedora de respecto y amor. Francisco también rescató las palabras de San Pablo VI al cierre del Concilio Vaticano II en 1965, cuando habló de “un nuevo humanismo”. Esta postura defiende lo humano como valor permanente, aun en lo fluido contemporáneo como “era de lo líquido o de lo gaseoso”.
Francisco bregó por una iglesia de la Misericordia y de una aproximación a los pobres, y un ideal de justicia no contaminado por la violencia.
En su pontificado, el Papa publicó cuatro encíclicas. Las encíclicas papales son pensamiento que alimenta la fe y la acción.
La primera encíclica de Francisco, Lumen fidei, versa sobre la fe. Continúa y completa lo iniciado por Benedicto XVI, que había escrito anteriormente sobre las otras dos virtudes teologales: la esperanza y la caridad. La fe es el camino existencial que, por un lado, abre a una escucha de la Palabra de Dios. Un Dios cercano y personal, no lejano y extraño; un Dios paternal que “sostiene y orienta la existencia”, en un mundo contemporáneo dominado por el relativismo que arroja al humano al “gran olvido del mundo actual, que se rige por un pensamiento relativista en el que la cuestión sobre Dios ya no interesaría.”
La fe admite convivir con la razón, pero sin perder su condición de una verdad entendida, en las antípodas del filosofar racional, moderno y secular, como trascendencia de Dios.
La segunda encíclica, Laudatio si’, llama a cuidar la “casa común” en una actitud en la que la ecología deviene “planteo social”, “para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres”, y para “…devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente… cuidar la naturaleza”. Esta es la primera encíclica escrita íntegramente por Francisco. La dimensión ambiental de la vida de los seres humanos y animales debe ser pensada dentro de “una ecología integral”, que se enlaza con un “antropocentrismo situado”, que acepta la centralidad privilegiada del humano dentro del concierto de las criaturas, pero a condición de que éste actúe como protector de la vida y cuidador de la naturaleza.
Lejos de ese cuidado de la naturaleza, para Francisco hoy impera un paradigma tecnocrático: “la idea de un ser humano sin límite alguno cuyas capacidades y posibilidades podrían ser ampliadas hasta el infinito por la tecnología”.
La tercera encíclica, Fratelli tutti, defiende la fraternidad como única salida a los conflictos contemporáneos, y también critica a los regímenes políticos tanto liberales como populistas.
En su carta pastoral el Papa le concede gran relevancia a la fraternidad universal. Pero la unidad de los humanos hacia la justicia y la paz “parece una utopía de otras épocas”. La posibilidad de una gran fraternidad es sustituida hoy por una “indiferencia [...] globalizada”.
La negación de la fraternidad se ancla en una “cultura del descarte” que, entre otros muchos aspectos, abarca la discriminación de la mujer, la trata de personas, la eutanasia, el abandono de las personas mayores, la esclavitud. Para su cristalización, la fraternidad precisa de una ética humanista: “percibir cuánto vale un ser humano, cuánto vale una persona, siempre y en cualquier circunstancia.”
La fraternidad hace recordar a los otros dos ideales de la Revolución Francesa: libertad e igualdad. Pero la declaración francesa de estos derechos es abstracta porque la igualdad no es el mero enunciado “todos los seres humanos son iguales”, sino que es “el resultado del cultivo consciente y pedagógico de la fraternidad”.
Y en Dilexit nos (Él nos amó) la última encíclica, de 2024, el pensar papal recorre un tema en el que muchos jesuitas lo preceden: el amor humano y divino del Sagrado Corazón de Jesús como símbolo de compasión y sanación espiritual de un mundo perturbado, hoy, por las guerras, las desigualdades, y el consumismo y tecnologías desbocados. La devoción al Sagrado Corazón inmuniza ante el narcisismo y el consumismo desenfrenado, y reivindica el amor al prójimo y la necesidad de la acción ante las injusticias del mundo.
La palabra del humanismo cristiano palpita en el pensar del papa fallecido como fraternidad, compasión, solidaridad, atención y ayuda a la pobreza que siempre hiere la piel del mundo; cuidado de la naturaleza y de la dignidad humana.
Y al final, el mejor legado de un Papa es renovar el mensaje ético cristiano. Hablar de paz y amor, aun desde las propias contradicciones y falencias humanas de la Iglesia, no cambia el mundo, pero defiende una dimensión simbólica que sopla como aire cálido sobre el helado materialismo. El llamado a lo humano, justamente porque la dignitas infinita de la persona humana se debilita, en el mundo veloz que a nada ora ni agradece.