Mussolini y Hitler, muertes (casi) simultáneas

Hace ocho décadas, las vidas de los dictadores se apagaban con la misma violencia con la que ambos arrastraron a sus países, y a todo el viejo continente, hacia la destrucción.

Mussolini y Hitler, muertes (casi) simultáneas Mussolini y Hitler, muertes (casi) simultáneas

Manuel Vega
Puño y Letra / 07/05/2025 00:04

En abril de 1945, la guerra estaba perdida y ambos lo sabían. La última vez que se habían encontrado, en julio del año anterior, Adolf Hitler recibió a Benito Mussolini horas después de haber sobrevivido a un atentado con bomba en su Guarida del Lobo. El Führer exhibió muy ufano ante el Duce los restos de su cuartel general, convencido de que la providencia lo había librado de la embestida del cuarto jinete del Apocalipsis. El alemán y el italiano no volverían a verse, pero llevaban lustros indisolublemente unidos. Tanto que la cita con la Parca les llegaría con horas de diferencia.

Se habían conocido una década antes de su último encuentro. Fue en Venecia, en 1934, pero su relación se remontaba a una docena de años atrás. Porque fue en 1922 cuando Mussolini mostró a Hitler la imagen que él deseaba, el espejo en el que reflejarse. El fundador del fascismo alcanzaba la jefatura del Gobierno italiano mientras sus camisas negras marchaban sobre Roma y el rey Víctor Manuel III le confiaba el poder.

Un año más tarde, el alumno trataría de imitar al mentor. Su Putsch de Múnich finalizaría en fracaso, pero un decenio después, tras alcanzar la mayoría en las elecciones, el presidente de la República de Weimar pondría en sus insensatas manos los destinos de Alemania. A comienzos de aquel 1933 Hitler ya podía tutear a Mussolini, y no tardaría en adelantarlo por la derecha.

No todo fueron flores entre los dos dictadores. Transcurrido un mes de su primera cita en Venecia, estuvieron muy cerca de la ruptura. ¿La causa? Un estado que se interponía, literalmente, entre ambos. En pleno auge del nazismo, la existencia de la germanófona Austria era un estorbo para los ideólogos de la Gran Alemania, y Hitler vio con buenos ojos que sus pupilos en el país vecino asesinaran al canciller Dollfuss.

No tuvo en cuenta, sin embargo, la afinidad entre Mussolini y el político asesinado, hasta tal punto que el Duce envió varias divisiones a la frontera austriaca para disuadir al Führer de cualquier intervención. Entonces, Alemania aún no estaba preparada para la guerra. Cuatro años más tarde, el rearme alemán era patente, y el jefe del gobierno italiano ya no puso peros a la anexión de Austria al III Reich. Ahora, los dos líderes fascistas compartían frontera.

Tampoco habría objeciones de Mussolini a la desmembración de Checoslovaquia por Hitler aquel mismo 1938. Ni a su invasión de Polonia, desencadenante último del conflicto que llevaría a Europa a la destrucción. Asimismo, participaría en la invasión de Francia tras proponérselo —o decidirlo— el germano en otra de sus numerosas entrevistas.

Entre tanto, el Duce se aventuraba a invadir Grecia, e incluso el Egipto dominado por los británicos. Fracasaría en ambas empresas, y en las dos tendría que asumir el mando su amigo alemán. El maestro pasaba a ser tutelado por el alumno. Una dependencia que llegaría al extremo en el verano de 1943.

En esas fechas, el desembarco de los Aliados en Sicilia había derivado en la destitución del Duce y el cambio de bando del nuevo gobierno italiano. Encarcelado Mussolini en las cumbres del Gran Sasso, un comando enviado por su valedor germano lo liberó de forma espectacular y él quedó al frente de una república fascista títere de los nazis en el norte del país.

Pero Hitler no tenía quien lo sostuviera. Sus ejércitos retrocedían en todos los frentes: el ruso, el balcánico, el del Atlántico, el de Normandía. Y, por supuesto, el de la Italia de su protegido Mussolini. En abril de 1945, el derrumbe es inevitable y los dos megalómanos se enfrentarán a unas muertes casi paralelas.

Perecieron con la misma violencia con la que ellos habían arrastrado a sus países, y a todo el viejo continente, hacia la destrucción. Los dos, tratando de huir, pero siguiendo caminos diferentes. Uno, con los soviéticos a escasos metros de su búnker de la Cancillería, en el corazón de Berlín. El otro, cercado por los Aliados, que ya habían liberado Génova y estaban a punto de tomar Milán. Su fuga consistiría en alcanzar —en vano— suelo de la neutral Suiza; pero la de Hitler era más expeditiva: se arrancaría su propia vida antes de caer en manos del Ejército Rojo.

A los dos los acompañaban sus respectivas amantes, Clara Petacci y Eva Braun. Había otras mujeres en su vida. Mussolini tenía esposa e hijos. ¿Y en la de Hitler? No es descabellado recordar la devoción que le profesaba Magda Goebbels, esposa de su ministro de propaganda, que se suicidaría en el mismo búnker incapaz de vivir en un mundo sin nacionalsocialismo.

El Duce sería interceptado por los partisanos en Dongo, cerca de la frontera suiza, el 27 de abril de 1945. Fusilado la jornada siguiente junto a su amante y otros jerarcas fascistas, sus cuerpos serían colgados bocabajo en una gasolinera de la milanesa Piazzale Loreto, después de ser pateados y tiroteados por la multitud. Algunos incluso orinaron sobre los cadáveres.

Cuando Hitler tuvo noticia de estos hechos, reveló sus últimas voluntades: “No quiero caer en manos del enemigo, ni vivo ni muerto. Cuando muera, mi cuerpo debe ser quemado y permanecer escondido para siempre”.

El 29 de abril de 1945, un día antes de descerrajarse un tiro en la sien, había legalizado su relación con Eva Braun contrayendo matrimonio ante una empleada del registro civil que había logrado llegar al búnker en medio de los combates entre los soviéticos y los últimos defensores de Berlín.

Al contrario que su marido, Braun se quitó de en medio sin sangre. Antes de morder una cápsula de cianuro, le hizo saber a una secretaria: “Prefiero el veneno. Quiero ser un cadáver hermoso”.

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