Viejo y nuevo a la vez
Desde mi casa hasta la escuela el recorrido era de siete u ocho cuadras, las primeras cinco en repecho.
Desde mi casa hasta la escuela el recorrido era de siete u ocho cuadras, las primeras cinco en repecho. Siempre tengo presente ese recorrido, ese paisaje de mi infancia, puedo cerrar los ojos y volver a esas sensaciones. El esfuerzo de la subida, el calor y los olores; el regreso, en bajada, ya cansado por la jornada escolar. Jugábamos en plena calle, sin importarnos mucho el repecho, con una pelota de goma, y eludiendo a los policías en bicicleta que se aparecían atraídos por las denuncias de los vecinos. Aquellos partidos de fútbol en la vía pública luego se pasaron a llamar “picados”, pero en mi época se denominaban “a marcar”. Cuando la pelota se rompía, le hacíamos un agujero con un clavo al rojo vivo para evitar que se siguiera rajando. Los sábados, mis padres nos daban a mí y a mis hermanos cuarenta céntimos para ir al cine del barrio, el Plus Ultra, donde veíamos tres o cuatro películas. Al cine siempre se iba con merienda, como a la escuela, con refuerzos, frutas o bizcochos. Cuando íbamos con mi madre al centro –para nosotros, el centro era General Flores–, veíamos en las vidrieras de las casas de electrodomésticos los primeros televisores en blanco y negro y nos quedábamos largo rato mirando aquella maravilla.
Pues bien, en 1994 yo era el entrenador del Cagliari, y cuando el campeonato italiano entró en receso por las fiestas de fin de año, vine a Montevideo. Tenía que asistir a una reunión de las Asociación de Entrenadores en una sala de Montevideo Shopping, pero antes me fui desde Malvín hasta el Cerrito para hacer aquel recorrido que había hecho tantas y tantas veces de niño, entre mi casa y mi escuela. Lo que comprobé es que ya no estaba allí. Estaba la calle, por supuesto, la escuela, y algunas de las casas seguían allí, pero todo lo demás no. Entonces, me hice la pregunta evidente: ¿qué era lo que había ido a buscar?
La respuesta me la había dado, sin saberlo, Obdulio Varela, mucho tiempo antes, a fines de los ’70. Una vez, el doctor Nin, dirigente de Wanderers, me invitó a comer un asado en unos campos que tenía por la zona de Casupá. Fui a su casa, en Pocitos, y emprendimos viaje en su camioneta, un vehículo grande, con espacio para tres personas adelante. A las pocas cuadras, me dijo: “Nos vamos a desviar un poquito para buscar a alguien”, y agarró para el lado del Cilindro. Cuando llegamos, veo que de una casa sale Obdulio Varela. Saluda y se sube. El doctor Nin manejaba, Obdulio en el medio y yo al lado. Íbamos charlando, yo un poco cohibido, porque aquello me parecía mentira, mi admiración por Obdulio siempre fue inmensa. De repente, en plena charla, Obdulio dijo:
–Esto es lo mismo que cuando los jugadores que van a jugar al exterior dicen que quieren volver porque extrañan los amigos, el barrio, el carnaval...– Hizo una pausa–. Todo mentira.
Entonces yo pensé: “Este hombre es Obdulio Varela, pero ¿cómo que es todo mentira? Esos jugadores deben extrañar, deben querer volver”. Cuando le dije eso, me respondió:
–Están equivocados. No extrañan nada de lo que dicen, lo que extrañan es la juventud, que ya se fue.
Así que ahora vuelvo al presente, desde aquella tarde de 1994 en el Cerrito, pasando por la cabina de la camioneta del doctor Nin a fines de los ’70, y pienso en mi sensación de extrañeza, caminando por Termópilas con casi cincuenta años y en la sabia sentencia de Obdulio, y pienso, también, porque es inevitable, en el momento actual de mi vida. Yo sé en qué etapa de la vida estoy y asumo que no puedo volver a la juventud, ni quedarme prendado de otros momentos, por más plenos y felices que hayan sido para mí, pero siempre he creído que el pasado es una casa a la que hay que visitar cada tanto, para rescatar allí algunas cosas que puedan ser traídas hasta el presente: valores, convicciones, ideas y emociones que no deben perderse en el ayer, porque todavía tienen algo que aportarnos.
A veces está bien volver a esa casa, aunque es muy peligroso quedarse ahí: hay que ir y volver, para regresar al presente con algo que sea viejo y nuevo a la vez, aunque solo sea el calor de la calle al regreso de la escuela, por la bajada que me llevaba hasta mi casa, o el frío de la traspiración en invierno, cuando jugábamos a la pelota hasta que caía el sol, o el olor del pasto en una tarde de primavera, o el afecto que unía a todos los niños de aquella barra de la que formé parte, esa cohesión que conocí gracias a ellos y que luego supe reconocer en muchos de los equipos en los que jugué o a los que dirigí.
Extracto del primer capítulo de Las puertas de la memoria, que acaba de ser publicado por la editorial Planeta.